martes, 25 de mayo de 2010

Foutaises




La magia de Jeunet

lunes, 17 de mayo de 2010

En Qué Creen los que no Creen

Este es un intercambio epistolar entre Umberto Eco y el Arzbispo de Milàn Carlo Maria Martini realizado en el año 1995-1996 publicadas en la revista Liberal. Los dos autores untentan encontrar un denominador común entre los creyentes y los no creyentes, delineando los rasgos de los laicos e invitando a participar del intercambio epistolar a dos periodistas, E. Scalfari e I. Montanelli, a dos políticos, V. Foa y C. Martelli y a dos filósofos E. Severino y M Sgalambro; quienes ampliaron los temas en debate.
Es un libro muy interesante ya que cuestiona los principios morales, eticos, religiosos de la sociedad.
Dejo apratados los dos capítulos que más me gustaron:

Cuando los demás entran en escena, nace la ética

Querido Carlo María Martini:


Su carta me libra de una ardua situación comprometida para arrojarme a otra igualmente ardua. Hasta ahora ha sido a mí (aunque no por decisión mía) a quien ha correspondido abrir el discurso, y quien habla el primero es fatalidad que interrogue, esperando que el otro responda. De ahí la apurada situación de sentirme inquisitivo. Y he valorado en su justa medida la decisión y humildad con las que usted, por tres veces, ha desmentido la leyenda según la cual los jesuítas responden siempre a una pregunta con otra pregunta.
Ahora, sin embargo, me encuentro en el apuro de responder yo a su pregunta, porque mi respuesta sería significativa si yo hubiera recibido una educación laica; por el contrario, mi formación se caracteriza por una fuerte huella católica hasta (por señalar un momento de fractura) los veintidós años. La perspectiva laica no ha sido para mí una herencia absorbida pasivamente, sino el fruto, bastante sufrido, de un largo y lento cambio, de modo que me queda siempre la duda de si algunas de mis convicciones morales no dependen todavía de esa huella religiosa que ha marcado mis orígenes. Ya en edad avanzada pude ver (en una universidad católica extranjera que enrola también a profesores de formación laica, exigiéndoles como mucho manifestaciones de obsequio formal en el curso de los rituales académico-religiosos) a algunos colegas acercarse a los sacramentos sin creer en la «presencia real», y por tanto, sin ni siquiera haberse confesado. Con un escalofrío, después de tantos años, advertí todavía el horror del sacrilegio.
Con todo, creo poder decir sobre qué fundamentos se basa hoy mi «religiosidad laica», porque retengo con firmeza que se dan formas de religiosidad, y por lo tanto un sentido de lo sagrado, del límite, de la interrogación y de la esperanza, de la comunión con algo que nos supera, incluso en ausencia de la fe en una divinidad personal y providencial. Pero eso, como se desprende de su carta, lo sabe usted también. Lo que usted se pregunta es en qué radica lo vinculante, impelente e irrenunciabíe en estas formas de ética.
Me gustaría adoptar una perspectiva distan-re respecto a la cuestión. Algunos problemas éticos se me han vuelto más claros reflexionando sobre ciertos problemas semánticos —y no le preocupe que pueda haber quien diga que nuestro diálogo es difícil; las invitaciones a pensar demasiado fácilmente provienen de las revelaciones de los mass-media, previsibles por definición—. Que se acostumbren a la dificultad del pensar, porque ni el misterio ni la evidencia son fáciles.
Mi problema era si existían «universales semánticos», es decir, nociones elementales comunes a toda la especie humana que puedan ser expresadas por todas las lenguas. Problema no tan obvio, desde el momento en que, como se sabe, muchas culturas no reconocen nociones que a nosotros nos parecen evidentes, como por ejemplo la de sustancia a la que pertenecen ciertas propiedades (como cuando decimos que «la manzana es roja») o la de identidad (a = a). Pude persuadirme, sin embargo, de que efectivamente existen nociones comunes a todas las culturas, y que todas se refieren a la posición de nuestro cuerpo en el espacio.
Somos animales de posición erecta, por lo que nos resulta fatigoso permanecer largo tiempo cabeza abajo, y por lo tanto poseemos una noción común de lo alto y de lo bajo, tendiendo a privilegiar lo primero sobre lo segundo. Igualmente poseemos las nociones de derecha e izquierda, de estar parados o de caminar, de estar de pie o reclinados, de arrastrarse o de saltar, de la vigilia y del sueño. Dado que poseemos extremidades, sabemos todos lo que significa golpear una materia resistente, penetrar en una sustancia blanda o líquida, deshacer algo, tamborilear, pisar, dar patadas, tal vez incluso danzar. Podría continuar largo rato enumerando esta lista, que abarca también el ver, el oír, el comer o beber, el tragar o expeler. Y naturalmente todo hombre posee nociones sobre lo que significa percibir, recordar o advertir deseo, miedo, tristeza o alivio, placer o dolor, así como emitir sonidos que expresen estos sentimientos. Por lo tanto (y entramos ya en la esfera del derecho) poseemos concepciones universales acerca de la constricción: no deseamos que nadie nos impida hablar, ver, escuchar, dormir, tragar o expeler, ir a donde queramos; sufrimos si alguien nos ata o nos segrega, si nos golpea, hiere o mata, si nos somete a torturas físicas o psíquicas que disminuyan o anulen nuestra capacidad de pensar.
Nótese que hasta ahora me he limitado a sacar a escena solamente a una especie de Adán bestial y solitario que no sabe todavía lo que es una relación sexual, el placer del diálogo, el amor a los hijos, el dolor por la pérdida de una persona amada; pero ya en esta fase, al menos para nosotros si no para él o para ella), esta semántica se ha convertido en la base para una ética: debemos, ante todo, respetar los derechos de la corporalidad ajena, entre los que se cuentan también el derecho a hablar y a pensar. Si nuestros semejantes hubieran respetado estos derechos del cuerpo, no habrían tenido lugar la matanza de los Santos Inocentes, los cristianos en el circo, la noche de San Bartolomé, la hoguera para los herejes, los campos de exterminio, la censura, los niños en las minas, los estupros de Bosnia.
Pero ¿cómo es que, pese a elaborar de inmediato un repertorio instintivo de nociones universales, el bestión (o la bestiona) —todo estupor y ferocidad— que he puesto en escena puede llegar a comprender que no sólo desea hacer ciertas cosas y que no le sean hechas otras, sino también que no debe hacer a los demás lo que no desea que le hagan a él? Porque, por fortuna, el Edén se puebla en seguida. La dimensión ética comienza cuando entran en escena los demás. Cualquier ley, por moral o jurídica que sea, regula siempre relaciones interpersonales, incluyendo las que se establecen con quien la impone.
Usted mismo atribuye al laico virtuoso la convicción de que los demás están en nosotros. Pero no se trata de una vaga inclinación sentimental, sino de una condición básica. Como hasta las más laicas de entre las ciencias humanas nos enseñan, son los demás, es su mirada, lo que nos define y nos conforma. Nosotros (de la misma forma que no somos capaces de vivir sin comer ni dormir) no somos capaces de comprender quién somos sin la mirada y la respuesta de los demás. Hasta quien mata, estupra, roba o tiraniza lo hace en momentos excepcionales, porque durante el resto de su vida mendiga de sus semejantes aprobación, amor, respeto, elogio. E incluso de quienes humilla pretende el reconocimiento del miedo y de la sumisión. A falta de tal reconocimiento, el recién nacido abandonado en la jungla no se humaniza (o bien, como Tarzán, busca a cualquier precio a los demás en el rostro de un mono), y corre el riesgo de morir o enloquecer quien viviera en una comunidad en la que todos hubieran decidido sistemáticamente no mirarle nunca y comportarse como si no existiera.
¿Cómo es que entonces hay o ha habido culturas que aprueban las masacres, eí canibalismo, la humillación de los cuerpos ajenos? Sencillamente porque en ellas se restringe el concepto de «los demás» a la comunidad tribal (o a la etnia) y se considera a los «bárbaros» como seres inhumanos. Ni siquiera los cruzados sentían a los infieles como un prójimo al que amar excesivamente; y es que el reconocimiento del papel de los demás, la necesidad de respetar en ellos esas exigencias que consideramos irrenunciables para nosotros, es el producto de un crecimiento milenario. Incluso el mandamiento cristiano del amor será enunciado, fatigosamente aceptado, sólo cuando los tiempos estén lo suficientemente maduros.
Lo que usted me pregunta, sin embargo, es si esta conciencia de la importancia de los demás es suficiente para proporcionarme una base absoluta, unos cimientos inmutables para un comportamiento ético. Bastaría con que le respondiera que lo que usted define como fundamentos absolutos no impide a muchos creyentes pecar sabiendo que pecan, y la discusión terminaría ahí; la tentación del mal está presente incluso en quien posee una noción fundada y revelada del bien. Pero quisiera contarle dos anécdotas, que me han dado mucho que pensar.
Una se refiere a un escritor que se proclama católico, aunque sea sui generis, cuyo nombre omito sólo porque me dijo cuanto voy a citar en el curso de una conversación privada, y yo no soy ningún soplón. Fue en tiempos de Juan XXIII, y mi anciano amigo, encomiando con entusiasmo sus virtudes, afirmó (con evidente intención paradójica): «Este papa Juan debe de ser ateo. ¡Sólo uno que no cree en Dios puede querer tanto a sus semejantes!» Como todas las paradojas, ésta también posee su germen de verdad: sin pensar en el ateo (figura cuya psicología se me escapa, porque al modo kantiano, no veo de qué forma se puede no creer en Dios y considerar que no se puede probar su existencia, y creer después firmemente en la inexistencia de Dios, y sentirse capaz de poder probarla), me parece evidente que para una persona que no haya tenido jamás la experiencia de la trascendencia, o la haya perdido, lo único que puede dar sentido a su propia vida y a su propia muerte, lo único que puede consolarla, es el amor hacia los demás, el intento de garantizar a cualquier otro semejante una vida vivible incluso después de haber desaparecido. Naturalmente, se dan también casos de personas que no creen y que sin embargo no se preocupan de dar sentido a su propia muerte, al igual que hay también casos de personas que afirman ser creyentes y sin embargo serían capaces de arrancar el corazón a un niño vivo con tal de no morir ellos. La fuerza de una ética se juzga por el comportamiento de los santos, no por el de los ignorantes cuius deus venter est13.
Y vamos con la segunda anécdota. Siendo yo un joven católico de dieciséis años, me vi envuelto en un duelo verbal con un conocido, mayor que yo, famoso por ser «comunista», en el sentido que tenía este término en los terribles años cincuenta. Dado que me provocaba, le expuse la pregunta decisiva: ¿cómo podía él, no creyente, dar un sentido a un hecho de otra forma tan insensato como la propia muerte? Y él me contestó: Pidiendo antes de morir un entierro civil. Así, aunque yo ya no esté, habré dejado a los demás un ejemplo.» Creo que incluso usted puede admirar la profunda fe en la continuidad de la vida, el sentido absoluto del deber que animaba aquella respuesta. Y es éste el sentido que ha llevado a muchos no creyentes a morir bajo tortura con tal de no traicionar a sus amigos y a otros a enfermar de peste para curar a los apestados. Es también, a veces, lo único que empuja a los filósofos a filosofar, a los escritores a escribir: lanzar un mensaje en la botella, para que, de alguna forma, aquello en lo que se creía o que nos parecía hermoso, pueda ser creído o parezca hermoso a quienes vengan después.
¿Es de verdad tan fuerte este sentimiento como para justificar una ética tan determinada e inflexible, tan sólidamente fundada como la de quienes creen en la moral revelada, en la supervivencia del alma, en los premios y en los castigos? He intentado basar los principios de una ética laica en un hecho natural (y, como tal, para usted resultado también de un proyecto divino) como nuestra corporalidad y la idea de que sabemos instintivamente que poseemos un alma (o algo que hace las veces de ella) sólo en virtud de la presencia ajena. Por lo que se deduce que lo que he definido como ética laica es en el fondo una ética natural, que tampoco el creyente desconoce. El instinto natural, llevado a su justa maduración y autoconciencia, ¿no es un fundamento que dé garantías suficientes? Claro, se puede pensar que no supone un estímulo suficiente para la virtud: total, puede decir el no creyente, nadie sabrá el mal que secretamente estoy haciendo. Pero adviértase que el no creyente considera que nadie le observa desde lo alto y sabe por lo tanto también —precisamente por ello— que no hay nadie que pueda perdonarle. Si es consciente de haber obrado mal, su soledad no tendrá límites y su muerte será desesperada. Intentará más bien, más aún que el creyente, la purificación de la confesión pública, pedirá el perdón de los demás. Esto lo sabe en lo más íntimo de sus entretelas, y por lo tanto sabe que deberá perdonar por anticipado a los demás. De otro modo, ¿cómo podría explicarse que el remordimiento sea un sentimiento advertido también por los no creyentes?
No quisiera que se instaurase una oposición tajante entre quienes creen en un Dios trascendente y quienes no creen en principio supraindividual alguno. Me gustaría recordar que precisamente a la Ética estaba dedicado el gran libro de Spinoza que comienza con una definición de Dios como causa de sí mismo. Aparte del hecho de que esta divinidad spinoziana, bien lo sabemos, no es ni trascendente ni personal, incluso de la visión de una enorme y única Sustancia cósmica, en la que algún día volveremos a ser absorbidos, puede emerger precisamente una visión de la tolerancia y de la benevolencia, porque en el equilibrio y en la armonía de esa Sustancia única estamos todos interesados. Lo estamos porque de alguna forma pensamos que es imposible que esa Sustancia no resulte de alguna forma enriquecida o deformada por aquello que en el curso de los milenios también nosotros hemos hecho. De modo que me atrevería a decir (no es una hipótesis metafísica, es sólo una tímida concesión a la esperanza que nunca nos abandona) que también en una perspectiva semejante se podría volver a proponer el problema de las formas de vida después de la muerte. Hoy el universo electrónico nos sugiere que pueden existir secuencias de mensajes que se transfieren de un soporte físico a otro sin perder sus características irrepetibles, y parecen incluso sobrevivir como pura inmateria algorítmica en el instante en el que, abandonando un soporte, no se han impreso aún en otro. Quién sabe si la muerte, más que una implosión no podría ser una explosión e impresión, en algún lugar, entre los vórtices del universo, del software (que otros llaman alma) que hemos ido elaborando mientras vivimos, hasta del que forman nuestros recuerdos y remordimientos personales, y por lo tanto, nuestro sufrimiento incurable, nuestro sentido de paz por el deber cumplido y nuestro amor.
Afirma usted que, sin el ejemplo y la palabra de Cristo, a cualquier ética laica le faltaría una justificación de fondo que tuviera una fuerza de convicción ineludible. ¿Por qué sustraer al laico el derecho de servirse del ejemplo de Cristo que perdona? Intente, Cario María Martini, por el bien de la discusión y del paragón en el que cree, aceptar aunque no sea más que por un instante la hipótesis de que Dios no existe, de que el hombre aparece sobre la Tierra por un error de una torpe casualidad, no sólo entregado a su condición de mortal, sino condenado a ser consciente de ello y a ser, por lo tanto, imperfectísimo entre todos los animales (y séame consentido el tono leopardiano de esta hipótesis). Este hombre, para hallar el coraje de aguardar la muerte, se convertiría necesariamente en un animal religioso y aspiraría a elaborar narraciones capaces de proporcionarle una explicación y un modelo, una imagen ejemplar. Y entre las muchas que es capaz de imaginar, algunas fulgurantes, algunas terribles, otras patéticamente consolatorias, al llegar a la plenitud de los tiempos tiene en determinado momento la fuerza, religiosa, moral y poética, de concebir el modelo de Cristo, del amor universal, del perdón de los enemigos, de la vida ofrecida en holocausto para la salvación de los demás. Si yo fuera un viajero proveniente de lejanas galaxias y me topara con una especie que ha sido capaz de proponerse tal modelo, admiraría subyugado tamaña energía teogóníca y consideraría a esta especie miserable e infame, que tantos horrores a cometido, redimida sólo por el hecho de haber do capaz de desear y creer que todo eso fuera la verdad.
Abandone ahora si lo desea la hipótesis y déjela a otros, pero admita que aunque Cristo no fuera más que el sujeto de una gran leyenda, el hecho de que esta leyenda haya podido ser imaginada y querida por estos bípedos sin plumas que sólo saben que nada saben, sería tan milagroso (milagrosamente misterioso) como el hecho de que el hijo de un Dios real fuera verdaderamente encarnado. Este misterio natural y terreno no cesaría de turbar y hacer mejor el corazón de quien no cree.
Por ello considero que, en sus puntos fundamentales, una ética natural —respetada en la profunda religiosidad que la anima— puede salir al encuentro de los principios de una ética fundada sobre la fe en la trascendencia, la cual no deja de reconocer que los principios naturales han sido esculpidos en nuestro corazón sobre la base de un programa de salvación. Si quedan, como lógicamente quedarán, ciertos márgenes irreconciliables, no serán diferentes de los que aparecen en el encuentro entre religiones distintas. Y en los conflictos de la fe deben prevalecer la Caridad y la Prudencia.
Umberto Eco, enero de 1996

La técnica supone el ocaso de toda buena fe:

Emanuele Severino


Esta búsqueda de un terreno común para la ética cristiana y la laica está dando por supuestas muchas cosas decisivas. Ambas se piensan a sí mismas como un modo de guiar, modificar y corregir al hombre. En la civilización occidental, la ética posee el carácter de la técnica. En la tradición teoiógico-metafísica, llega a ser incluso una supertécnica, porque es capaz de otorgar no simplemente la salvación más o menos efímera del cuerpo, sino la eterna del alma. Con más modestia, pero dentro del mismo orden de ideas, hoy en día se piensa que la ética es una condición indispensable para la eficiencia económica y política. Los modos de guiar, modificar y corregir al hombre son muy distintos, pero comparten el mismo espíritu. Si no se comprende el significado de la técnica y el significado técnico de la ética, la voluntad de hallar un terreno común para la ética de los creyentes y de los no creyentes está condenada a vagar en la oscuridad.
Existe, sin embargo, un ulterior rasgo común a ambas formas de ética: la buena fe, es decir, la rectitud de la conciencia, la buena voluntad, la convicción de hacer aquello que sin la menor duda todo ser consciente debe hacer. El contenido de la buena fe puede ser incluso muy distinto. Hay quien ama al prójimo porque está convencido de deber amarlo, y hay quien no lo ama porque, a su vez, de buena fe, está convencido de que no existen motivos para amarlo. En cuanto actúa de buena fe, también este último realiza en sí el principio fundamental de la ética, es decir, su no ser mera conformidad con la ley. Ético es el hombre que en buena fe no ama; no ético es el hombre que ama porque, pese a su convicción de no deber amar, quiere evitar la desaprobación social.
La convicción para actuar de una cierta manera puede tener motivaciones distintas. Éste me parece el tema sobre el que reclama atención el cardenal Martini (véase «¿Dónde encuentra el laico la luz del bien?», pág. 75). Las motivaciones de la buena fe no son la buena fe y ni siquiera su contenido: son el fundamento de la convicción en la que la buena fe consiste. La convicción de actuar de una cierta manera surge, bien porque así ordena actuar una legislación de tipo religioso, bien porque, con el nacimiento de la filosofía en Grecia, la certeza de conocer la verdad definitiva e incontrovertible hace que ésta sea adoptada como ley suprema y fundamento absoluto del actuar. Pero también puede haber también quien esté convencido de deber actuar de una cierta manera, pese a saber que no dispone de motivación absoluta alguna para tal forma de actuar. En todos estos casos se actúa en buena fe, es decir, éticamente, pero la solidez de la buena fe varía según la consistencia de las motivaciones.
Cuando la motivación de la buena fe es la ley constituida por la verdad incontrovertible a la que aspira la tradición filosófica, cuando la motivación posee un fundamento absoluto, la solidez de la buena fe resulta sufragada y reforzada al máximo (y sufragada al máximo resulta la eficacia técnica de la ética). Cabe dejar en suspenso el problema de la posibilidad de que en estas condiciones de solidez la ley sea transgredida, porque efectivamente se puede afirmar, como escribe Umberto Eco en su respuesta a Martini, que también actúan mal quienes creen disponer de unos cimientos absolutos de la ética; igualmente se puede decir que la transgresión de la verdad es posible porque esa transgresión es sólo una verdad aparente, o no se nos aparece en su verdad auténtica.
La solidez de la buena fe que no dispone de motivación alguna resulta, por el contrario, reforzada al mínimo, precisamente porque no es sufragada por ningún fundamento; sin embargo, no se puede descartar que logre ser más sólida que una buena fe que cree apoyarse en un fundamento absoluto. Entre estos dos extremos se sitúa la multitud de formas intermedias de la buena fe.
Hace tiempo que vengo diciendo que si la verdad no existe, es decir, si no existe un fundamento absoluto de la ética, también carece de verdad el rechazo de la violencia. Para quien está convencido de la inexistencia de la verdad y rechaza en buena fe la violencia, este rechazo es, precisamente, una simple cuestión de fe, y como tal se le aparece. Por el contrario, para quien está convencido de ver la verdad, y una verdad que implique el rechazo de la violencia, este rechazo no se aparece como simple fe, sino como sabiduría, al igual que sucede en la ética fundada sobre principios metafísico-teológicos de la tradición. Y, al no existir la verdad, ese rechazo de la violencia no es más que una fe, la cual, precisamente por ello, no puede poseer más verdad que la misma fe (más o menos buena) que, por el contrario, cree que debe perseguir la violencia y la devastación del hombre. Me da la impresión de que este razonamiento ha sido recogido en las recientes encíclicas de la Iglesia y de que en esta dirección apunta también el texto del cardenal Martini. Con la salvedad de que él considera, con la Iglesia, que todavía hoy puede existir un fundamento absoluto de la ética, «más allá de escepticismos y agnosticismos»; que todavía hoy puede existir «un verdadero y propio absoluto moral» y que, por lo tanto, se puede hablar todavía de verdad absoluta, en el sentido de la tradición filosófico-metafísico-teológica que para la Iglesia sigue definiendo la base de su propia doctrina.
Contra este presupuesto de la Iglesia y de toda la tradición occidental se alza la filosofía contemporánea, que, por otro lado, sólo a través de escasas rendijas toma consciencia de su propia fuerza invencible. Cuando se sabe captar su esencia profunda, el pensamiento contemporáneo no se nos aparece como escepticismo y agnosticismo ingenuo, sino como desarrollo radical e inevitable de la fe dominante que se halla en la base de toda la historia de Occidente: la fe en el devenir del ser. Sobre el fundamento de esta fe, el pensamiento contemporáneo es la consciencia de que no puede existir ninguna verdad distinta del devenir» o sea, del propio atropello de toda verdad. Por mi parte, invito a menudo a la Iglesia a no infravalorar la potencia del pensamiento contemporáneo del que, indudablemente, es necesario saber captar, por encima de sus propias formas explícitas, la esencia profunda y profundamente oculta, y sin embargo absolutamente invencible, respecto de cualquier forma de saber que se mantenga dentro de los límites de la fe en el devenir. Lo que se muestra en esta esencia es que la gran tradición de Occidente está destinada al ocaso y que, por lo tanto, resulta ilusoria la tentativa de salvar al hombre contemporáneo recurriendo a las formas de la tradición me¬tafísico-religiosa. La tradición metafísica intenta demostrar que si por encima del devenir no existiera una verdad y un ser inmutable y eterno, se deduciría que la nada, de la que en el devenir provienen las cosas, se transformaría en un ser (es decir, en el ser que produce las cosas). De lo que se trata, en cambio (como he explicado en más de una ocasión), es de comprender que en la esencia profunda del pensamiento contemporáneo se asienta la identificación de la nada y del ser (la cual es a la vez cancelación del devenir, o sea, de la diferencia entre aquello que es y aquello que todavía no es o ha dejado ya de ser), que tiene lugar precisamente cuando se afirman ese ser y esa verdad inmutable en los que la tradición confía. Así pues, se intenta comprender que cualquier inmutable anticipa, convirtiéndolo por lo tanto en aparente e imposible, el devenir del ser, es decir, aquello que para Occidente es la evidencia suprema y supremamente innegable.
Pero si la muerte de la verdad y del Dios de la tradición occidental es inevitable, lo es también la muerte de todo fundamento absoluto de la ética, que sitúe la verdad como motivación de la buena fe. De este modo, cualquier ética no puede ser otra cosa que buena fe, o lo que es igual, solamente puede ser fe, y no puede aspirar a más verdad que cualquier otra buena fe. El desacuerdo entre las distintas fes sólo puede resolverse a través de un enfrentamiento en el cual el único sentido posible de la verdad es su capacidad práctica, como fe, de imponerse sobre las demás. Es un desacuerdo entre varias buenas fes (entre las que hay que contar también la buena fe de la violencia), ya que la mala fe es una contradicción (es decir, una no verdad que no puede ser aceptada ni siquiera por la fe en el devenir), en la que el estar convencido de algo distinto de lo que se hace obstaculiza y debilita la eficacia del hacer.
Las formas violentas del enfrentamiento práctico pueden ser aplazadas por la perpetuación del compromiso. Pero de esta manera el diálogo y el acuerdo son un equívoco, porque, si la verdad no existe, resulta sólo una conjetura la existencia de un terreno y de un contenido comunes, de una dimensión universal idéntica para las distintas fes en contraste (y que a su vez sea un inmutable, es decir, algo que hace imposible el devenir del mundo). Si es sólo una conjetura que tú hables mi idioma, nuestros acuerdos serán meros equívocos. Y el equívoco cela la violencia del enfrentamiento. La última frase de la respuesta de Eco a Martini —«Y en los conflictos de fe deben prevalecer la caridad y la prudencia»— es una aspiración subjetiva, una buena fe débil que puede afirmarse únicamente en la medida en que no obstaculiza a la buena (o mala) fe más potente. Que Eco se exprese de esa manera resulta por otro lado comprensible, porque él, demostrando que está todavía muy lejos de la esencia profunda del pensamiento contemporáneo, sostiene un punto de vista que vuelve a proponer la aspiración tradicional a un fundamento absoluto de la ética. De este modo y por encima de sus intenciones, también su razonamiento es solamente una fe, como el de Martini.
Pero no acaba ahí la simetría entre el texto de Martini y el de Eco. Martini propone una ética fundada sobre «principios metafísicos», «absolutos», «universalmente válidos»: «un verdadero y propio absoluto moral», basado sobre «claros fundamentos». Pero después considera que estos claros fundamentos son un «Misterio» (es decir, algo que por definición es lo oscuro); en otras palabras, quiere «un Misterio trascendente como fundamento de actuación moral». A su vez Eco propone una ética fundada sobre nociones «universales», «comunes a todas las culturas», fundada en otras palabras en ese hecho «natural», «cierto», indiscutible, que es el «repertorio instintivo» del hombre. Pero luego considera, a su vez, que el hecho de que el hombre, para sobrevivir, se construya un mundo de ilusiones y de modelos sublimes es algo tan «milagrosamente misterioso» como la encarnación de
Dios. Ambos interlocutores pretenden situar en la base de la ética un fundamento «claro» y «cierto», y por lo tanto, evidente, pero después afirman que tal fundamento es misterioso, es decir, oscuro. Podrán evitar la incoherencia, mostrando en qué sentido el fundamento es evidente y en cuál (distinto) misterioso. Pero la simetría continúa. (Esa incoherencia me parece que gravita en especial sobre el texto de Martini, pero resulta extraño que Eco —después de haber afirmado que el hombre, hijo del azar, inventa grandes ilusiones para sobrevivir— considere «milagrosa» esa capacidad de hacerse ilusiones, cuando, en cambio, la presencia de ésta significa sencillamente que la voluntad de vivir, presente en el hombre, posee un grado de intensidad capaz de forjarse ilusiones hasta ese extremo. Ya Leopardi explicaba que cuando tal intensidad decrece y las ilusiones desaparecen, el hombre se convierte en algo muerto.)
La simetría entre los dos discursos no se detiene ahí, porque ambos presentan como evidente un contenido que no lo es. Martini, según parece, aproxima peligrosamente los «principios metafísicos» a los principios religiosos de la ética. Santo Tomás de Aquino y la Iglesia son conscientes de su diversidad. Los primeros constituyen una verdad evidente de la razón y son absolutos porque son evidentes. Pertenecen a lo que los griegos llamaban episteme, Santo Tomás, scientia, Fichte y Hegel, Wissenschaft. Los segundos vienen dados, en cambio, por la revelación de Jesús, que se propone a sí misma como mensaje sobrenatural y excede a cualquier capacidad de la razón; su carácter absoluto es la certeza absoluta del acto de fe (fides qua creditur), que es fe en esa configuración del Absoluto que es el misterio trinitario (fides quae creditur). Si se afirma —como Hans Küng en un fragmento citado por Martini— que «la religión puede fundar de manera inequívoca porque la moral... debe vincular incondicional-mente... y, por lo tanto, universalmente», no se puede concebir el carácter inequívoco de la religión como verdad evidente de la razón. La religión funda «inequívocamente» el vínculo moral, en el sentido de que en ella la fe acepta los contenidos sobrenaturales de la revelación y su imposición como determinación de la moral. La fe es la certeza absoluta de cosas no evidentes {argumentum non ap-parentium), que representan un problema incluso desde el punto de vista de la «razón» tal y como es entendida por la Iglesia católica (aunque esta última evite reconocerlo y, con Santo Tomás, afirme la «armonía» de fe y razón). La fe es un fundamento problemático de la moral; como problemáticas son la incondicionalidad y la universalidad de la moral, en cuanto fundadas por la razón.
Pero también Eco sitúa como fundamento evidente de la ética algo que no lo es. «Persuadido de que en efecto existen nociones comunes a todas las culturas» (como las de lo alto y de lo bajo, de una derecha y una izquierda, de estar parados o del moverse, del percibir, recordar, gozar, sufrir...) —donde «persuadido de que en efecto existen» no es más que una manera de decir que su existencia es incontrovertible y evidente—, Eco sostiene que tales nociones son «la base para una ética» que ordena «respetar los derechos de la corporalidad ajena». Ahora bien, que tales nociones existan, y que la existencia del prójimo sea, como sostiene Eco, un ingrediente ineludible de nuestra vida, es una tesis de sentido común, pero no una verdad evidente, sino una conjetura, una interpretación de ese conjunto de acontecimientos que se denominan lenguajes y comportamientos humanos; es, por lo tanto, algo problemático. Estar «seguros» de la existencia del contenido de tal interpretación supone, pues, desde el principio, una fe. Una fe que Eco, como Martini, sitúa como evidencia. Y así como para la tradición existe una «ley natural» inmodificable, que el comportamiento del hombre debe tener en cuenta, del mismo modo para Eco hay en la base de la «ética laica» un «hecho natural» igualmente inmodificable, metafísico y teológico: el instinto natural. La filosofía contemporánea, sin embargo, en su forma más avanzada niega cualquier noción común y universal (y también por tanto la que está presente en el «no hagas a los demás lo que no quieras que se te haga a ti», a la que Eco se remite), puesto que el universal es también un inmutable que anticipa y hace vana esa innovación absoluta en que consiste el devenir. La buena fe de la ética contemporánea lleva al ocaso la buena fe que la tradición pretendía basar en la verdad del pensamiento filosófico o en la verdad a la que se remite la fe.
Pero por encima de las formas filosófico-religiosas de la buena fe, y legitimada, sin embargo, por la inevitabilidad de ese ocaso, se ha situado hace ya tiempo la ética de la ciencia y de la técnica, es decir, la buena fe constituida por la convicción de que lo que es necesario hacer, la tarea suprema que se ha de llevar a cabo, es el incremento indefinido de esa capacidad de realizar fines que el aparato científico-tecnológico planetario está convencido de poder impulsar más que cualquier otra fuerza, y que es hoy la condición suprema de la salvación del hombre en la Tierra. En la época de la muerte de la verdad, la ética de la técnica posee la capacidad práctica de conseguir que cualquier otra forma de fe quede subordinada a ella. Pero ¿cuál es el sentido de la técnica? Y ¿cómo es posible que la civilización del Occidente sea capaz de acabar con la violencia, si sitúa en su propio fundamento esa fe en el devenir que —al pensar las cosas como disponibles a su producción y violencia— constituye la raíz misma de la violencia?
(Febrero de 1996)

lunes, 3 de mayo de 2010

Selección Fragmento: Matrix Reloaded




Dirigida por: Andy Wachowski y Lana Wachowski
Año: 2003


Diálogo:


Arquitecto:
Hola Neo.

Neo:
¿Quién es usted?

Arquitecto:
Yo soy el arquitecto. Soy el creador de matrix. Te estaba esperando. Tienes muchas preguntas y aunque el proceso ha alterado tu conciencia, sigues siendo indefectiblemente humano, ergo, habrá respuestas que comprendas y habrá otras que no.

De igual modo, aunque tu primera pregunta tal vez sea la más pertinente, es posible que seas consciente de que también es la más irrelevante.
Neo:
¿Por qué estoy aquí?

Arquitecto:
Tu vida sólo es la suma del resto de una ecuación no balanceada inherente a la programación de matrix. Eres el producto eventual de una anomalía, que a pesar de mis denodados esfuerzos no he sido capaz de suprimir de esta… armonía de precisión matemática.

Aunque sigue siendo una incomodidad que evito con frecuencia, es previsible y no escapa a unas medidas de control que te han conducido inexorablemente… hasta aquí.
Neo:
No ha respondido mi pregunta.

Arquitecto:
Muy Cierto.

Interesante, eres más rápido que los otros.


Neos en los monitores:
¿Otros? ¿Qué otros? ¡Quiero salir! ¡Quiero salir! ¿Otros?

Arquitecto:
Matrix es más antiguo de lo que crees. Yo prefiero datarlo desde que aparece una anomalía integral hasta que surge la siguiente. En cuyo caso esta sería la SEXTA versión.

Neos en los monitores:
Cinco. ¡Eso son bobadas! Tres. Una. Dos. Cuatro.

Neo:
Sólo hay dos posibles explicaciones.

O nadie me lo dijo, -La cámara se introduce en uno de los monitores- o es que nadie lo sabe.

Arquitecto:
Exacto.

Como sin duda estarás deduciéndolo, la anomalía es sistémica, y por eso crea fluctuaciones hasta en las ecuaciones más simplistas.
Neos en los monitores:
¡¡Estás muerto!! ¡No puedes obligarme a nada! ¡Voy a hacerte pedazos! ¡AAAAH! ¡¡No pueden controlarme!! ¡Que te jodan! ¡Dios ha muerto! ¡Hago lo que me pase por los cojones! ¡¡No puedes controlarme!! ¡Viejo capullo! –La cámara se introduce en uno de los monitores-

Neo:
Elección.
El problema es la elección.

-Aquí se introduce la secuencia de Trinity luchando con el agente-

Arquitecto:
El primer matrix que diseñé era casi perfecto, una obra de arte. Preciso. Sublime. Un éxito solo equiparable a su monumental… fallo.

Su ineruptable fracaso se me antoja ahora como una consecuencia de la imperfección inherente a todos los humanos. Por eso lo rediseñé, y lo basé en vuestra historia, para reflejar con exactitud las extravagancias de vuestra naturaleza.

A pesar de ello tuve que afrontar otro fracaso. Entonces comprendí que la respuesta se me escapaba porque requería una mente inferior o por lo menos no tan limitada por los parámetros de la perfección. Quien dio con la respuesta de un modo fortuito, fue otro programa intuitivo que yo había creado, en principio, para investigar ciertos aspectos de la psique humana.

Si yo soy el padre de matrix; ella es sin duda alguna su madre.

Neo:
El Oráculo.

Arquitecto:
Por favor.

Como decía, descubrió una solución según la cual el 99% de los individuos aceptaba el programa mientras pudieran elegir aunque únicamente lo percibieran en un nivel casi inconsciente.

Aunque esta solución funcionó presentaba un importante defecto de base, con lo cual generaba una contradictoria anomalía sistémica que de no regularse podría poner en peligro el propio sistema. Ergo, si no se regulaba a aquellos que no aceptaban el programa, aunque fueran una minoría constituirían una creciente probabilidad de desastre.

Neo:
Se está refiriendo… a Zion.

Arquitecto:
Has venido aquí porque Zion está a punto de ser destruida. Todos sus habitantes serán exterminados y se erradicará toda señal de vida.

Neo:
Bobadas.

Neos en los monitores:
¡Bobadaaaas!

Arquitecto:
La negación es la respuesta humana más predecible. Pero estate tranquilo; con esta serán seis las ocasiones que la hemos destruido. Y nos hemos vuelto extremadamente eficientes en esa tarea.

-Escena de Trinity luchando con el agente.-

Tu función ahora como elegido es volver a la Fuente, para hacer una diseminación temporal del código que portas y reintroducirlo en el programa principal. Después se te pedirá que elijas en Matrix a los 23 individuos; 16 mujeres y 7 hombres que reconstruirán Zion.

Si no se completara este proceso, se produciría un error catastrófico en el sistema que aniquilaría a los que están conectados a Matrix, lo que unido a la exterminación de Zion nos llevaría en última instancia a la extinción de TODA la especie humana.

Neo:
No puede permitir que eso ocurra. Necesita a los humanos para vivir.

Arquitecto:
Hay niveles de supervivencia que estamos dispuestos a aceptar.

No obstante, lo relevante aquí es si estás dispuesto a asumir la responsabilidad de la muerte de los seres humanos de este mundo –Se activan los monitores con imágenes de humanos-

Es interesante ver tus reacciones.

Tus cinco predecesores poseían deliberadamente tus mismos principios, unas atribuciones destinadas a generar un estrecho vínculo con el resto de sus congéneres, lo que facilitaba la función del elegido. Mientras que los otros lo sentían de un modo muy general, tu estás experimentando una sensación mucho más… intima de… AMOR.

(aparecen imágenes en el monitor del sueño de Neo, en el que Trinity lucha con agentes)

Neo:
¡Trinity!

Arquitecto:
Por cierto, ha entrado en Matrix para salvar tu vida a costa de la suya.

Neo:
No...

Arquitecto:
Lo que nos lleva por fin al momento de la verdad, en el que se manifiesta ese fundamental defecto de base y se revela la anomalía al mismo tiempo como principio… y como fin.

Hay dos puertas. La que de la derecha te lleva a la Fuente y a la salvación de Zion. La de la izquierda te lleva a Matrix, a Trinity y a la extinción de tu especie.

Como bien has dicho, el problema es la elección. -Pequeña pausa- Pero ambos ya sabemos qué vas a hacer, ¿verdad?

-Pequeña pausa-

Puedo notar ese proceso en cadena…

Esas reacciones químicas que provocan la aparición de una emoción, diseñada específicamente para escapar a toda lógica… una emoción que ya te está impidiendo ver la verdad más obvia y sencilla: Esa chica va a morir y tú no podrás hacer nada para impedirlo.

-Pausa para reflexión y Neo va hacia la puerta de su izquierda-

hjé! La Esperanza. La quintaesencia del engaño humano. Que es al tiempo la fuente de vuestro mayor poder y vuestra mayor debilidad.

Neo:
Yo que usted, esperaría no volver a vernos.

Arquitecto:
Y así será.