miércoles, 28 de abril de 2010

Con el desayuno, Juan Josè Saer

Un cuento corto de J. José Saer (Lugar)

a Juan Carlos Mondragón

Goldstein tenía 21 años en 1943, cuando lo deportaron a un campo de con-centración, por el triple motivo de ser judío, comunista y miembro de la Resis-tencia. No lo mataron, porque es sabido que los campos nazis eran en principio campos de trabajo, y los alemanes pretendían ganar la guerra gracias al trabajo de los más vigorosos de sus enemigos. A los que no les servían, enfermos, chi-cos, ancianos, los asesinaban inmediatamente, pero a los más jóvenes los hacían trabajar. En cierto sentido los campos nazis, por la manera en que se había or-ganizado el trabajo de los prisioneros, piensa Goldstein, representan un ejemplo avant la lettre de lo que podría llegar a ser la última etapa de la llamada desregu-lación del mercado laboral. Por lo tanto, Goldstein está convencido de que fue su condición de mano de obra barata lo que le salvó la vida.
Los nazis estaban a punto de fusilarlo por tentativa de evasión, cuando justo llegaron los aliados (que no encontraron ni un solo soldado alemán en to-do el campo), de modo que esta mañana, mientras desayuna en el bar Tobas, en Córdoba y Pueyrredón, tiene setenta y seis años y todavía sigue yendo a la li-brería, más para distraerse que otra cosa, ya que cinco años atrás le dejó el ne-gocio a sus dos empleados, que le pasan una renta mensual. Su mujer murió hace tres años. Su hija mayor, que tuvo que irse del país con el golpe de estado del 76, se casó con un catalán y se quedó a vivir en Barcelona. La menor, que es psicoanalista, tiene poco tiempo libre los días de semana, así que únicamente ciertas noches y a veces ciertos domingos pueden verse para comer juntos, pero de todos modos, a causa de algunas diferencias políticas, sus relaciones con ella son un poco más difíciles que con la mayor. Los jueves a la noche tiene una re-unión en la Mesa de Derechos humanos, y los viernes, su partida de poker se-manal. Es por lo tanto el día, desde la mañana bien temprano cuando se des-pierta hasta que anochece, lo más difícil de llenar.
Después de la vacilación matinal, ante las interminables horas que se ave-cinan, el desayuno que, como incluye la lectura del diario, dura un buen rato, es un momento de actividad, sobre todo interior, ya que la memoria y la inteligen-cia, reverdecidas por las horas de sueño y por la ducha tibia que relaja el cuerpo atenuando los pequeños dolores óseos y musculares que lo tironearán durante el resto del día, se concentran con mayor facilidad y acogen con nitidez imáge-nes y pensamientos. El desayuno es, desde hace unos doce años más o menos, siempre el mismo: café con leche azucarado, jugo de naranja, dos medialunas, y un rato más tarde, después de haber leído buena parte del diario, un cafecito solo, concentrado y amargo, y un vaso de agua. La mesa es casi siempre la misma; entrando, a la derecha, la última junto al ventanal que da a Pueyrredón. Cada mañana, al entrar en el local, saluda al dueño que está detrás de la caja y se encamina a su sitio, sentándose en el rincón de cara a la entrada, bajo el tele-visor apagado.
—¿Siempre apechugando a la matina, don Goldstein? —le dice el mozo catamarqueño, depositando las medialunas y el jugo amarillo sobre la mesa, sin esperar el pedido mientras el dueño, detrás del mostrador, ha empezado a pre-pararle el café. Media hora más tarde más o menos, bastará una seña casi im-perceptible de Goldstein en dirección a la caja para que el cafecito cuidadosa-mente preparado, acompañado por el vaso de agua, aterrice sobre la mesa. Por ahora, desplegando el diario, le responde al mozo con jovialidad distraída y con el ligerísimo acento de los viejos judíos aporteñados del Once y de Balvanera.
—Qué querés, Negro, me opio si no en la cama.
El jugo fresco, recién exprimido, ácido y dulce a la vez, le da una pequeña sacudida de optimismo cuando toma el primer trago, lo que podría probar, puesto que el efecto energético de las vitaminas no ha tenido tiempo de actuar todavía, que el placer en sí mismo es un estímulo en la vida. Sopar las medialu-nas en el café, absorbiéndolo poco a poco, le dificulta la lectura del diario, lo que lo incita a engullirlas rápido, menos por avidez que porque quiere tener las manos libres para poder manipular con más facilidad las grandes hojas de pa-pel impreso que se pliegan y se despliegan, indóciles y ruidosas. Por fin las do-mina y se concentra en las noticias políticas nacionales e internacionales, en las páginas de economía y en las de cultura, echa una ojeada a las novedades de-portivas y al estado del tiempo, para terminar con las historietas y los progra-mas de televisión. Después vuelve atrás y lee con atención los artículos de fon-do de los columnistas, a algunos de los cuales conoce personalmente porque son clientes de la librería, las cartas de los lectores y los editoriales. De tanto en tanto ha ido tomando un trago de café con leche o de jugo, hasta terminarlos, y por último, cuando ya no le quedan más que unos pocos minutos de lectura, hace una seña para que le traigan el cafecito y el vaso de agua.
Esa ceremonia que se repite todas las mañanas desde hace tantos años es en realidad el preámbulo a los minutos de meditación que le suceden. Pero tal vez es una licencia poética llamar a ese estado una meditación, porque una me-ditación presupone cierta voluntad consciente de pensar sobre temas precisos, y en su caso sólo se trata de mecanismos asociativos autónomos, casi mecánicos que, todas las mañanas, después del desayuno, se instalan en su interior, y lo ocupan por completo durante un rato. Visto desde fuera, es un anciano apacible y limpio, vestido con sencillez y que, como tantos otros habitantes de la ciudad, toma su desayuno en un café de Buenos Aires. Por dentro, sin embargo, cada mañana, durante unos pocos minutos, a causa de esa asociación inconsciente a cuya repetición puntual ya se ha resignado después de tantos años, se dan cita, en la zona clara de su mente, todas las masacres del siglo. Él las contabiliza y a medida que se producen otras nuevas las va agregando a la lista, de tal manera que cuando las evoca y las enumera, no puede evitar que le vengan a la memo-ria los versos de Dante:

…venía si lunga tratta
di gente, ch’i’ non averei credutto
que morte tanta n'avesse disfatta.

Tal cantidad de gente, que nunca hubiese creído que la muerte deshiciera a tantos: y de esa muchedumbre de fantasmas, estaban excluidos los que habían muerto en los campos de batalla, o por accidente, o de enfermedad, o se habían suicidado, o incluso habían sido ejecutados por los crímenes que habían come-tido. No: contabilizaba únicamente todos aquellos qué habían sido extermina-dos no por su peligrosidad, real o imaginaria, sino porque, por alguna razón que ellos solos consideraban legítima, sus asesinos decidieron que no debían vivir: los armenios para los turcos por ejemplo (1.300.000), o los judíos (6.000.000), los gitanos (600.000) y los enfermos mentales (cifra desconocida) para los nazis. En Rwanda, los tutsis (800.000) para los hutus. Para los nortea-mericanos, los habitantes de Hiroshima y Nagasaki (300.000), los opositores de Suharto en Indonesia (500.000) O los irakíes durante la guerra del Golfo (170.000). Para Stalin, que percibía la totalidad de lo Exterior como una amena-za, varios millones de los espectros que, según en él, lo acechaban en ella. Y después esas masacres locales, en las que, en una tarde, en una semana, varias decenas, o centenas o miles de personas morían en manos de sus verdugos quienes, por razones inexplicables, en los que ningún interés razonable entraba en juego, no los toleraban en este mundo: indios, negros, bosnios, serbios, cris-tianos, musulmanes, viejos, mujeres (un asesino en serie había matado cerca de sesenta en Estados Unidos, todas rubias, de cierto peso, cierta silueta, cierto peinado, entre veinte y treinta años de edad). Bien mirado, todos eran crímenes en serie, puesto que las víctimas siempre tenían algo en común para los asesi-nos, y era por eso que las mataban: para los turcos, los armenios eran todos ar-menios y sólo armenios, y sólo porque eran armenios los exterminaban, del mismo modo que el asesino en serie norteamericano mataba rubias y únicamen-te rubias, y únicamente porque eran rubias las mataba.
Aunque se definía a sí mismo como ateo y materialista, y se jactaba con frecuencia de serlo, Goldstein pensaba también que los dioses no salían indem-nes de ese carnaval que desfilaba en su mente todas las mañanas, con el des-ayuno, y en la mayoría de los casos, ya sea que sus fieles estuviesen en el campo de las víctimas o de los verdugos, que muchas veces cambiaban de papel según las circunstancias, los dioses sufrían los efectos perversos de esa carnicería. Mu-chos desaparecían o, con los cambios de sus adoradores, cambiaban designo, perdiendo su identidad o sus atributos más importantes, y otros revelaban as-pectos ocultos en los que hasta ese momento nadie había reparado. Era proba-ble que muchas veces hayan huido aterrados, lo que hubiese sido casi deseable, porque la indiferencia con la que abandonaban sus creyentes a la crueldad de sus verdugos, era a decir verdad abominable. En otros casos, cuando los asesi-nos los invocaban como pretexto para sus masacres, o bien los tergiversaban o bien los desenmascaraban: no había otra explicación posible. Por otra parte, con cada serie que desaparecía —tal tribu del Matto Grosso por ejemplo, en manos de los grandes propietarios—, montones de dioses, que habían concebido, en-gendrado y organizado el universo para ofrecérselo como regalo a los hombres, se borraban para siempre con el universo que habían creado y con las criaturas que lo habitaban. Y si los sobrevivientes, después de lo que le había sucedido a la inmensa mayoría de la serie a la que pertenecían, seguían adorando a los dio-ses que habían permitido que tales cosas sucedieran, no solamente profanaban la memoria de los que habían desaparecido, sino que se ridiculizaban y, por esa misma razón, también volvían ridículos a sus dioses.
"¡Que no haya eternidad, y si hay, que no haya, al menos, en ella, asocia-ciones!", empezó a repetirse en secreto Goldstein, en los primeros meses en los que esa asociación inconsciente y autónoma, cuya causa precisa (el primer tér-mino de la asociación) no podía descubrir, se apoderaba de él todas las maña-nas, con el desayuno, y no lo abandonaba hasta que salía a la calle y, mezclán-dose al tumulto del presente, se dejaba envolver por el rumor de las cosas. La asociación mental como infierno: para Goldstein, en esos primeros meses, esa expresión hubiese debido ser el título de un imprescindible tratado. Los cálcu-los más absurdos agitaban sus pensamientos, y consideraba todos esos crímenes no desde el punto de vista de la compasión o de la ética, si no en cuanto a la cantidad de víctimas en relación con la extensión en el tiempo de las masacres, como si se tratara de un problema de álgebra. Pero tantos meses, tantos años, duró esa posesión obstinada, ese odioso teatro matinal, que se fue acostum-brando a su presencia, hasta gastar la angustia que la acompañaba, y una buena mañana terminó por comprender, resignado: "el primer término de la asocia-ción es mi vida". A la angustia de los primeros tiempos, la suplantó una impre-sión extraña, que persiste todavía y cierra el episodio cada mañana: la increíble sensación de estar vivo, ante el interminable desfile de fantasmas. E1 hecho le parece improbable, ficticio, fragilísimo, y su precariedad misma hace bailar, du-rante una fracción de segundo, al universo entero en el filo del abismo.
Los dos años que pasó en el campo de concentración, si bien fueron en su momento una intolerable pesadilla, al poco tiempo de salir, Goldstein, aunque parezca mentira, empezó a considerarlos como un azar favorable en su vida. Su argumento es el siguiente: a los 21 años, tenía una visión demasiado optimista del mundo. Si al final de la guerra se hubiese encontrado sin esa experiencia, sus prejuicios optimistas hubiesen seguido distorsionando su percepción de la realidad. El crimen, la tortura, las masacres, definían mejor a la especie humana que el arte, la ciencia, las instituciones. Ante sus interlocutores perplejos, Golds-tein (que algunos consideraban un poco excéntrico en sus opiniones, por no de-cir ligeramente chiflado) afirmaba que, en tanto que hombre, su cuerpo y su mente habían sufrido en el campo de concentración pero que, en tanto que pen-sador, esos dos años representaban para él su diploma "con felicitaciones del jurado" en antropología.
Cuando termina el café y pliega el diario, Goldstein deja sobre la mesa di-nero suficiente para el desayuno y la propina, y lanzando un "¡Hasta mañana!" afable y general, sale al sol de la esquina y al estruendo de las dos avenidas que se cruzan: para los clientes de paso, que lo observan con curiosidad fugaz, es un viejo limpio y jovial, bien conservado a pesar de los años, representando proba-blemente menos de los que tiene, y a quien a juzgar por su aire enérgico y satis-fecho, no parece haberle ido tan mal en la vida.

jueves, 22 de abril de 2010

Selección fragmento: Death Proof




Death Proof (2007) Tarantino

domingo, 18 de abril de 2010

Amor 77

Amor 77
Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

viernes, 16 de abril de 2010

M&M

Me quedo con nada de vos.
Solo una parte de lo que nos dimos,
una breve nostalgia de los cuerpos.
En una playa obscura a orillas del mar.
Ese inmenso océano, que danza sin cesar.
Más es imposible encontrar
con nuestros sentidos
su otra orilla.

22 de Febrero de 2010

miércoles, 7 de abril de 2010

Lucas, su arte nuevo de pronunciar conferencias - Julio Cortázar

—Señoras, señoritas, etc. Es para mí un honor, etc. En este recinto ilustrado por, etc. Séame permitido en este momento, etc. No puedo entrar en materia sin que, etc.Quisiera, ante todo, precisar con la mayor exactitud posible el sentido y el alcance del tema. Algo de temerario hay en toda referencia al porvenir cuando la mera noción del presente se presenta como incierta y fluctuante, cuando el continuo espacio-tiempo en el que somos los fenómenos de un instante que se vuelve a la nada en el acto mismo de concebirlo es más una hipótesis de trabajo que una certidumbre corroborable. Pero sin caer en un regresionalismo que vuelve dudosas las más elementales operaciones del espíritu, esforcémonos por admitir la realidad de un presente e incluso de una historia que nos sitúa colectivamente con las suficientes garantías como para proyectar sus elementos estables y sobre todo sus factores dinámicos con miras a una visión del porvenir de Honduras en el concierto de las democracias latinoamericanas. En el inmenso escenario continental (gesto de la mano abarcando toda la sala) un pequeño país como Honduras (gesto de la mano abarcando la superficie de la mesa) representa tan sólo una de las téselas multicolores que componen el gran mosaico. Ese fragmento (palpando con más atención la mesa y mirándola con la expresión del que ve una cosa por primera vez) es extrañamente concreto y evasivo al mismo tiempo, como todas las expresiones de la materia. ¿Qué es esto que toco? Madera, desde luego, y en su conjunto un objeto voluminoso que se sitúa entre ustedes y yo, algo que de alguna manera nos separa con su seco y maldito tajo de caoba. ¡Una mesa! ¿Pero qué es esto? Se siente claramente que aquí abajo, entre estas cuatro patas, hay una zona hostil y aún más insidiosa que las partes sólidas; un paralelepípedo de aire, como un acuario de transparentes medusas que conspiran contra nosotros, mientras que aquí encima (pasa la mano como para convencerse) todo sigue plano y resbaloso y absolutamente espía japonés. ¿Cómo nos entenderemos, separados por tantos obstáculos? Si esa señora semidormida que se parece extraordinariamente a un topo indigestado quisiera meterse debajo de la mesa y explicarnos el resultado de sus exploraciones, quizá podríamos anular la barrera que me obliga a dirigirme a ustedes como si me estuviera alejando del muelle de Southampton a bordo del Queen Mary, navio en el que siempre tuve la esperanza de viajar, y con un pañuelo empapado en lágrimas y lavanda Yardley agitara el único mensaje todavía posible hacia las plateas lúgubremente amontonadas en el muelle. Hiato aborrecible entre todos, ¿por qué la comisión directiva ha interpuesto aquí esta mesa semejante a un obsceno cachalote? Es inútil, señor, que se ofrezca a retirarla, porque un problema no resuelto vuelve por la vía del inconsciente como tan bien lo ha demostrado Marie Bonaparte en su análisis del caso de Madame Lefèvre, asesina de su nuera a bordo de un automóvil. Agradezco su buena voluntad y sus músculos proclives a la acción, pero me parece imprescindible que nos adentremos en la naturaleza de este dromedario indescriptible, y no veo otra solución que la de abocarnos cuerpo a cuerpo, ustedes de su lado y yo del mío, a esta censura lígnea que retuerce lentamente su abominable cenotafio. ¡Fuera, objeto oscurantista! No se va, es evidente. ¡Un hacha, un hacha! No se asusta en lo más mínimo, tiene el agitado aire de inmovilidad de las peores maquinaciones del negativismo que se inserta solapado en las fábricas de la imaginación para no dejarla remontar sin un lastre de mortalidad hacia las nubes, que serían su verdadera patria si la gravedad, esa mesa omnímoda y ubicua, no pesara tanto en los chalecos de todos ustedes, en la hebilla de mi cinturón y hasta en las pestañas de esa preciosura que desde la quinta fila no ha hecho otra cosa que suplicarme silenciosamente que la introduzca sin tardar en Honduras. Advierto signos de impaciencia, los ujieres están furiosos, habrá renuncias en la comisión directiva, preveo desde ahora una disminución del presupuesto para actos culturales; entramos en la entropía, la palabra es como una golondrina cayendo en una sopera de tapioca, ya nadie sabe lo que pasa y eso es precisamente lo que pretende esta mesa hija de puta, quedarse sola en una sala vacía mientras todos lloramos o nos deshacemos a puñetazos en las escaleras de salida. ¿Irás a triunfar, basilisco repugnante? Que nadie finja ignorar esta presencia que tiñe de irrealidad toda comunicación, toda semántica. Mírenla clavada entre nosotros, entre nosotros a cada lado de esta horrenda muralla con el aire que reina en un asilo de idiotas cuando un director progresista pretende dar a conocer la música de Stockhausen. Ah, nos creíamos libres, en alguna parte la presidenta del ateneo tenía preparado un ramo de rosas que me hubiera entregado la hija menor del secretario mientras ustedes restablecían con aplausos fragorosos la congelada circulación de sus traseros. Pero nada de eso pasará por culpa de esta concreción abominable que ignorábamos, que veíamos al entrar como algo tan obvio hasta que un roce ocasional de mi mano la reveló bruscamente en su agresiva hostilidad agazapada. ¿Cómo pudimos imaginar una libertad inexistente, sentarnos aquí cuando nada era concebible, nada era posible si antes no nos librábamos de esta mesa? ¡Molécula viscosa de un gigantesco enigma, aglutinante testigo de las peores servidumbres! La sola idea de Honduras suena como un globo reventado en el apogeo de una fiesta infantil. ¿Quién puede ya concebir a Honduras, es que esa palabra tiene algún sentido mientras estemos a cada lado de este río de fuego negro? ¡Y yo iba a pronunciar una conferencia! ¡Y ustedes se disponían a escucharla! No, es demasiado, tengamos al menos el valor de despertar o por lo menos de admitir que queremos despertar y que lo único que puede salvarnos es el casi insoportable valor de pasar la mano sobre esta indiferente obscenidad geométrica, mientras decimos todos juntos: Mide un metro veinte de ancho y dos cuarenta de largo más o menos, es de roble macizo, o de caoba, o de pino barnizado. ¿Pero acabaremos alguna vez, sabremos lo que es esto? No lo creo, será inútil. Aquí, por ejemplo, algo que parece un nudo de la madera... ¿Usted cree, señora, que es un nudo de la madera? Y aquí, lo que llamábamos pata, ¿qué significa esta precipitación en ángulo recto, este vómito fosilizado hacia el piso? Y el piso, esa seguridad de nuestros pasos, ¿qué esconde debajo del parqué lustrado? (En general la conferencia termina —la terminan— mucho antes, y la mesa se queda sola en la sala vacía. Nadie, claro, la verá levantar una pata como hacen siempre las mesas cuando se quedan solas.)