lunes, 6 de diciembre de 2010

La suerte está echada

Excelente pelicula que habla del destino y la suerte-
Pueden encontrarla en este link http://www.cuevana.tv




La suerte está echada (2005). Dirección: Sebastián Borensztein. Guión: Sebastián Borensztein.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Shake Senora - BeetleJuice

De una de mis pelis preferidas de la infancia.


viernes, 1 de octubre de 2010

DESPABÍLATE AMOR

Bonjour buon giorno guten morgen
despabílate amor y toma nota
sólo en el tercer mundo
mueren cuarenta mil niños por día
en el plácido cielo despejado
flotan los bombarderos y los
buitres
cuatro millones tienen sida
la codicia depila la amazonia

buenos días good morning
despabílate
en los ordenadores de la abuela
onu
no caben más cadáveres de
ruanda
los fundamentalistas degüellan a
extranjeros
predica el papa contra los
condones
havelange estrangula a maradona

bonjour monsieur le maire
forza italia buon giorno
guten morgen ernst junger
opus dei buenos días
good morning hiroshima

despabílate amor
que el horror amanece

sábado, 11 de septiembre de 2010

Un sol

Mi corazón es como un dios sin lengua,
Mudo se está a la espera del milagro,
He amado mucho, todo amor fue magro,
Que todo amor lo conocí con mengua.

He amado hasta llorar, hasta morirme.
Amé hasta odiar, amé hasta la locura,
Pero yo espero algún amor natura
Capaz de renovarme y redimirme.


Amor que fructifique mi desierto
Y me haga brotar ramas sensitivas,
Soy una selva de raíces vivas,
Sólo el follaje suele estarse muerto.


¿En dónde está quien mi deseo alienta?
¿Me empobreció a sus ojos el ramaje?
Vulgar estorbo, pálido follaje
Distinto al tronco fiel que lo alimenta.


¿En dónde está el espíritu sombrío
De cuya opacidad brote la llama?
Ah, si mis mundos con su amor inflama
Yo seré incontenible como un río.


¿En dónde está el que con su amor me envuelva?
Ha de traer su gran verdad sabida...
Hielo y más hielo recogí en la vida:
Yo necesito un sol que me disuelva.

lunes, 30 de agosto de 2010

La esfera de Pascal , Jorge Luis Borges

Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas. Bosquejar un capítulo de esa historia es el fin de esta nota.

Seis siglos antes de la era cristiana, el rapsoda Jenófanes de Colofón, harto de los versos homéricos que recitaba de ciudad en ciudad, fustigó a los poetas que atribuyeron rasgos antropomórficos a los dioses y propuso a los griegos un solo Dios, que era una esfera eterna. En el Timeo, de Platón, se lee que la esfera es la figura más perfecta y más uniforme, porque todos los puntos de la superficie equidistan del centro; Olaf Gigon (Ursprung der griechischen Philosophie, 183) entiende que Jenófanes habló analógicamente; el Dios era esferoide, porque esa forma es la mejor, o la menos mala, para representar la divinidad. Parménides, cuarenta años después, repitió la imagen ("el Ser es semejante a la masa de una esfera bien redondeada, cuya fuerza es constante desde el centro en cualquier dirección"); Calogero y Mondolfo razonan que intuyó una esfera infinita, o infinitamente creciente, y que las palabras que acabo de transcribir tienen un sentido dinámico (Albertelli: Gli Eleati, 148). Parménides enseñó en Italia; a pocos años de su muerte, el siciliano Empédocles de Agrigento urdió una laboriosa cosmogonía; hay una etapa en que las partículas de tierra, de agua, de aire y de fuego, integran una esfera sin fin, "el Sphairos redondo, que exulta en su soledad circular".

La historia universal continuó su curso, los dioses demasiado humanos que Jenófanes atacó fueron rebajados a ficciones poéticas o a demonios, pero se dijo que uno, Hermes Trismegisto, había dictado un número variable de libros (42, según Clemente de Alejandría; 20.000, según Jámblico; 36.525, según los sacerdotes de Thoth, que también es Hermes), en cuyas páginas estaban escritas todas las cosas. Fragmentos de esa biblioteca ilusoria, compilados o fraguados desde el siglo lll, forman lo que se llama el Corpus Hermeticum; en alguno de ellos, o en el Asclepio, que también se atribuyó a Trismegisto, el teólogo francés Alain de Lille -Alanus de Insulis- descubrió a fines del siglo Xll esta fórmula, que las edades venideras no olvidarían: "Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna". Los presocráticos hablaron de una esfera sin fin; Albertelli (como antes, Aristóteles) piensa que hablar así es cometer una contradictio in adjecto, porque sujeto y predicado se anulan; ello bien puede ser verdad, pero la fórmula de los libros herméticos nos deja, casi, intuir esa esfera. En el siglo Xlll, la imagen reapareció en el simbólico Roman de la Rose, que la da como de Platón, y en la enciclopedia Speculum Triplex; en el XVl, el último capítulo del último libro de Pantagruel se refirió a "esa esfera intelectual, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, que llamamos Dios". Para la mente medieval, el sentido era claro: Dios está en cada una de sus criaturas, pero ninguna Lo limita. "El cielo, el cielo de los cielos, no te contiene", dijo Salomón (1 Reyes, 8, 27); la metáfora geométrica de la esfera hubo de parecer una glosa de esas palabras.

El poema de Dante ha preservado la astronomía ptolemaica, que durante mil cuatrocientos años rigió la imaginación de los hombres. La tierra ocupa el centro del universo. Es una esfera inmóvil; en torno giran nueve esferas concéntricas. Las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, que está hecho de luz. .Todo este laborioso aparato de esferas huecas, trasparentes y giratorias (algún sistema requería cincuenta y cinco), había llegado a ser una necesidad mental; De hipothesibus motuum coelestium commentariolus es el tímido título que Copérnico, negador de Aristóteles, puso al manuscrito que trasformó nuestra visión del cosmos. Para un hombre, para Giordano Bruno, la rotura de las bóvedas estelares fue una liberación. Proclamó, en la Cena de las cenizas, que el mundo es efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está cerca, "pues está dentro de nosotros más aun de lo que nosotros mismos estamos dentro de nosotros". Buscó palabras para declarar a los hombres el espacio copernicano y en una página famosa estampó: "Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia en ninguna" (De la causa, principio de uno, V).

Esto se escribió con exultación, en 1584, todavía en la luz del Renacimiento; setenta años después, no quedaba un reflejo de ese fervor y los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara. En el Renacimiento, la humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca de Bruno, de Campanella y de Bacon. En el siglo XVII la acobardó una sensación de vejez; para justificarse, exhumó la creencia de una lenta y fatal degeneración de todas las criaturas, por obra del pecado de Adán. (En el quinto capítulo del Génesis consta que "todos los días de Matusalén fueron novecientos setenta y nueve años"; en el sexto, que "había gigantes en la tierra en aquellos días".) El primer aniversario de la elegía Anatomy of the World, de John Donne, lamentó la vida brevísima y la estatura mínima de los hombres contemporáneos, que son como las hadas y los pigmeos; Milton, según la biografía de Johnson, temió que ya fuera imposible en la tierra el género épico; Glanvill juzgó que Adán, "medalla de Dios", gozó de una visión telescópica y microscópica; Robert South famosamente escribió:

"Un Aristóteles no fue sino los escombros de Adán, y Atenas, los rudimentos del Paraíso". En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: "La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna." Así publica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de Tourneur (París, 1941), que reproduce las tachaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable: "Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna."
Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.


Jorge Luis Borges, Otras inquisiones, en Obras completas, Vll, Buenos Aires, Ed. Emecé, pp. 14-16. bORGES, dERRIDA Y BIFURCACIONES VARIAS...

jueves, 12 de agosto de 2010

Mirar un Cuadro (Segmento)

El cuadro, como la poesía o como la música, como toda obra de arte, es una abertura de irrealidad que se abre mágicamente en nuestro contorno real. [...] Cuando miro el cuadro, ingreso en un recinto imaginario y adopto una actitud de pura contemplación. [...] Es la obra de arte una isla imaginaria que flota rodeada de realidad por todas partes.

viernes, 9 de julio de 2010

En línea

a Hugo Santiago

Un domingo de noviembre, a eso de las tres de la tarde (allá en la ciudad debían ser más o menos las once de la mañana) Pichón recibió una llamada de Tomatis. Mientras se dirigía hacia el teléfono, ya que cuando empezó a sonar se estaba preparando un café en la cocina, iba pensando "Como es domingo, por la hora debe ser Tomatis". Desde luego que no lo pensaba en esos términos, con palabras, sino con esa manera peculiar que tienen de presentarse a la mente ciertos pensamientos, prescindiendo de palabras justamente, y aun de imáge-nes, con una evidencia inmaterial y fugaz pero clara sin embargo, precisa y bri-llante: "Por la hora, debe ser Tomatis". Y era él, desde luego.
Es verdad que Tomatis había establecido la costumbre de llamarlo desde allá ciertos domingos, una vez por mes o cada cinco o seis semanas y que él, Pichón, hacía más o menos lo mismo, con una periodicidad semejante, así que hablaban por teléfono quince o veinte veces por año. Al principio o al final de la conversación, el estado del tiempo siempre ocupaba treinta segundos, un minu-to, o más incluso si algún fenómeno meteorológico merecía un comentario deta-llado. El resto eran chismes, noticias o comentarios de actualidad, invitaciones y promesas de viajes, frases ingeniosas, bromas, y, de tanto en tanto, hasta discu-siones literarias o filosóficas.
Esa mañana de noviembre, Tomatis pretendía estar en la terraza, a la som-bra de un toldo, donde corría un aire fresquito según él, frescura amable de una mañana de primavera que calificó varias veces de "deliciosa": cielo azul, ni una sola nube hasta el horizonte, sol bastante alto ya pero todavía soportable. ¿Y a que no sabía qué estaba haciendo? Mil contra uno que Pichón no adivinaba; ni más ni menos que disponiéndose a prender dentro de poco el fuego y a tirar un pedazo de carne y unas achuras sobre la parrilla. Pero por ahora se ha puesto bajo el toldo para protegerse y refrescarse un poco, porque ha estado tomando sol, desnudo como es su costumbre, desde las nueve y media.
Pichón lo escucha con una sonrisa escéptica y complacida a la vez, parado todavía al lado del escritorio, la mirada que errabundea más allá de los vidrios de la ventana, sin ver a decir verdad ni los árboles desnudos ni las fachadas parduzcas de los edificios en la vereda de enfrente, ni el aire triste y sombrío que destella en la llovizna helada. Desde que conoce a Tomatis, algo más de treinta años ya, un hábito de incredulidad lo mantiene alerta ante muchas de sus afirmaciones, no porque Tomatis diga mentiras, sino porque a veces, en la forma irónica y elíptica, falsamente directa, que tiene de expresarse, ejerce ya sin darse cuenta un estilo paródico del que es manifiesto por lo menos un rasgo común con el hermetismo: la total indiferencia por la capacidad de su interlocu-tor para captar sus alusiones y aún hasta el mecanismo de su retórica. Pero por más que dude, la fuerza de las palabras, aun llegando desde tan lejos, obtiene el efecto buscado, ya que, mezclándose al escepticismo, la imaginación de Pichón elabora una imagen placentera, proyectándose en ella como lo haría con cual-quier otra ficción y, al tiempo que se sienta en el sillón del escritorio, "ve" la mañana luminosa de primavera, el toldo de lona verde que imprime sobre las baldosas rojas de la terraza una sombra benévola y a Tomatis, después de ha-berse cocinado un rato al sol enteramente desnudo, secándose de su propio su-dor al aire fresco, con un vaso de agua en una mano, el teléfono contra el oído y la mirada sonriente y vivaz paseándose a su alrededor mientras habla.
Según Tomatis, el tono de cuya voz expresa más jovialidad que de cos-tumbre, una novedad sensacional ha motivado esta vez la llamada: han encon-trado, él y Soldi, y, oyéndolo, Pichón descarta la pertinencia de ese plural atri-buyendo a Soldi solo el supuesto descubrimiento, ya que le resulta imposible imaginarse a Tomatis hurgando en bibliotecas, en desvanes y en archivos, con el fin de traer a la superficie de la esfera pública algún escrito raro o algún do-cumento revelador, han encontrado, él y Soldi, otro texto de ficción que, todo parece indicarlo, ha sido también escrito por el autor de la novela de ochocien-tas quince páginas que estaba entre los papeles de Washington, el dactilograma titulado En las tiendas griegas, que Pichón ha tenido la oportunidad de examinar brevemente, durante su último viaje a la ciudad, un par de años antes. Según Tomatis, se trata de un texto no muy largo, de unas veinte páginas más o me-nos, sin título ni nombre de autor, pero que proviene de la misma máquina de escribir en la que fue pasada en limpio la novela, en un papel del mismo forma-to y de la misma calidad, un poco amarillo en los bordes, y sobre todo con un trazo horizontal casi marrón en medio de la primera hoja, porque el texto estaba doblado en dos y olvidado entre las páginas de un libro. Soldi se había topado con él (en esta parte de la conversación el plural desaparece) haciendo el inven-tario de los libros políticos en la biblioteca de Washington.
El ruido de los primeros borbotones de la cafetera llega desde la cocina, y Pichón percibe el olor del café que se expande por el aire caldeado del departa-mento. Pero si sus sentidos se ocupan en captar los estímulos que los excitan en el aura rugosa y bien real del presente, su imaginación se pasea por la terraza roja y soleada, por la mañana, según Tomatis, "deliciosa" de noviembre, y su atención se concentra en las palabras que, a pesar de la distancia desde la que le llegan y del timbre vagamente artificial con que resuenan, como si hubiesen sido descompuestas en sus elementos más simples y vueltas a recomponer sin haber logrado restituirles el sonido humano, haciéndoles perder la inmediatez familiar al transportarlas de un hemisferio al otro a través del espacio lleno de turbulencias magnéticas, interesándose por ellas en su mera calidad de materia sonora, subyugan a la vez su curiosidad y su inteligencia.
Durante las consideraciones preliminares, antes de resumirle el texto pro-piamente dicho, Tomatis cree necesario hacerle notar que puede tratarse de un fragmento descartado de la novela, ya que también transcurre durante la guerra de Troya, y los personajes son los dos soldados, uno viejo y uno joven, que montan guardia ante la tienda de Agamenón, y que ya en la novela eran los personajes principales, o en todo caso aquellos a partir de los cuales se fijaba el punto de vista de los acontecimientos. A menos, dice Tomatis, que en lugar de tratarse de un fragmento de la novela, sea un texto independiente, tributario del cuerpo principal, y que haya varios del mismo tipo dispersos en las bibliotecas de la ciudad, olvidados también entre las páginas de algún libro, de algún lega-jo, o sepultados en algún arca o cajón, bajo recortes de diarios, de documentos caducos, de fotografías en blanco y negro con los bordes dentados, ajadas y amarillentas, y de capas y capas de polvo fino y grisáceo. Si se trata de un texto independiente, el hecho de que intervengan los mismos personajes, dice más o menos Tomatis, hace que su autonomía sea relativa, y que la novela siga consti-tuyendo la referencia principal, así que ese texto breve y otros que eventual-mente pudiesen existir y fuesen apareciendo, formarían no una saga, para lo cual es necesario que entre los diferentes textos haya una relación cronológica lineal, sino más bien un ciclo, es decir, dice Tomatis con una pizca de pedantería más teatral que verdadera, un conjunto del que van desprendiéndose nuevas historias contra el fondo de cierta inmovilidad general.
Sombra tenue del toldo verde sobre las baldosas coloradas; Tomatis, sin afeitar todavía, en calzoncillos probablemente, sentado en el sillón con el teléfo-no portátil contra el oído y un vaso de agua en la mano libre; el sol que destella arriba, subiendo hacia el cénit, en un cielo de un azul profundo, sin una sola nube en todo el horizonte visible; mañana "deliciosa" de primavera según To-matis: con una sonrisa blanda y expectante, Pichón escucha sentado ante el es-critorio, la cara vuelta hacia la ventana sin ver, a través de los vidrios, los árbo-les desnudos, ennegrecidos por el fulgor glacial de la llovizna. "El soldado viejo y el soldado joven, que aparecen en la novela", está diciendo Tomatis, pero Pi-chón no se acuerda bien de ellos, porque él la novela no la ha leído, y no ha te-nido de ella más que un resumen oral que le ha hecho Soldi durante un paseo en lancha que hicieron una tarde, de vuelta de la casa de Washington en Rincón Norte, a donde habían ido justamente a echarle una ojeada al dactilograma de ochocientas quince páginas, del que se ignora la fecha exacta en que fue escrito, e inclusive el nombre del autor.
Y la voz de Tomatis, ligeramente modificada por las turbulencias electro-magnéticas, le comenta: otra vez, como en la novela, los dos soldados conver-san. Para el joven, la que está entre los muros de Troya, no puede ser la verda-dera Helena. Jamás según él una esposa griega abandonaría a su mando griego por un extranjero. El soldado viejo pretende no tener ninguna opinión personal sobre el asunto, pero el texto según Tomatis deja entrever, lo que por otra parte el soldado joven capta casi sin darse cuenta, que el soldado viejo prefiere abste-nerse de expresar en voz alta lo que piensa realmente, a saber que de una mujer, griega, troyana o egipcia o lo que fuese deben esperarse siempre las reacciones más imprevisibles. El soldado joven insiste: es posible, pero Helena, la más hermosa y casta de las mujeres constituye en forma evidente una excepción y además, de muy buena fuente él sabe que esta Helena que París trajo a Troya, no es más que un simulacro, un espejismo que un rey hechicero, horrorizado por el secuestro de la reina, fraguó en Egipto para engañar al seductor y preser-var la castidad de Helena, hasta tener la ocasión de devolvérsela sana y salva a su esposo Menelao. El soldado viejo sigue escéptico, pero se abstiene de objetar que, en las semanas que duró el viaje de Esparta a Egipto, si fuese cierta la cas-tidad de Helena, a Paris le sobró tiempo para dar cuenta de ella, y el otro, adi-vinando la objeción ya que él mismo no puede dejar de formulársela en su fuero interno, se aferra al argumento principal: la Helena que los griegos han venido a buscar a Troya para restituir el honor de Esparta y de Menelao, no es la ver-dadera Helena sino un simulacro fraguado por un rey hechicero, un tal Proteo, que le dio a la pareja hospitalidad en Egipto. Los años han fortificado la incre-dulidad del soldado viejo: ni una vez sola, en su larga vida, lo invisible ha deja-do de ser lo que es, es decir la transparencia vacía del aire y del cielo, y lo visi-ble, la presencia rugosa de la piedra, del árbol ondulante y mudo, del agua fres-ca y turbulenta, del firmamento incomprensible. Ni una sola vez el más oscuro de los dioses consideró que valiese la pena manifestarse para él, y del trabajo de adivinos y hechiceros nunca pensó que se tratara de otra cosa que una manera de autorizar, con el pretexto de la magia y de los oráculos, y del pretendido co-mercio con las fuerzas que rigen el destino, el capricho a menudo sanguinario de los poderosos. El soldado joven, sin desplegar más esfuerzos para hacerle aceptar sus argumentos, promete aportar la prueba de sus afirmaciones: la muy buena fuente que le ha suministrado la información acerca de la imagen ilusoria de Helena, es un mercader de Tiro que comercia con los ejércitos griegos todo lo que en este mundo se puede comprar y vender y que, a causa de su profesión, ha estado varias veces en Egipto, donde pudo frecuentar a algunos hechiceros a los que les suministraba ciertos productos raros, traídos de los confines del mundo conocido, que les servían para ejecutar correctamente sus operaciones mágicas. El comerciante le había insinuado que él conocía un medio secreto pa-ra determinar con exactitud si una apariencia cualquiera de este mundo era de verdad un ser material o si se trataba de un mero simulacro.
Un silencio inesperado, en el otro extremo de la línea, saca a Pichón de la especie de ensueño en el que ha caído: absorto en el sonido de la voz de Toma-tis, ha dejado de entender, o de entender en el círculo claro y consciente de la atención, el significado de las palabras; las comprende, pero más lejanas y vagas que la imagen vivaz en la que se inscriben, y que es el elemento más real del presente infinito, más real que la voz y las palabras por cierto, pero también que el chisporroteo empírico que los estímulos, intermitentes o constantes, sucesivos o simultáneos, que excitan sus sentidos, la imagen forjada sin un solo elemento material, a no ser las dos o tres frases circunstanciales de Tomatis, y que ahora nítida, brillante y férrea, ocupa la totalidad de su mente: el toldo verde al que la luz primaveral le da una transparencia luminosa, y que proyecta su sombra so-bre las baldosas coloradas, el cielo azul, sin una sola nube en todo el horizonte visible, y Tomatis sentado en calzoncillos en un sillón de lona, secándose el propio sudor al aire fresco después de haber tomado desnudo un poco de sol, con un vaso de agua en una mano y el teléfono portátil apoyado contra la oreja en la otra, hablando y mirando plácido a su alrededor, para gozar de la mayor cantidad posible de detalles en la mañana "deliciosa". Y Pichón se ha distraído del relato, pensando que las sensaciones imaginarias de Tomatis, de cuya reali-dad carecerá de pruebas hasta el fin de los tiempos, son para él más fuertes que las propias, que se han vuelto remotas y fantasmales.
—¿Sí? Hola, hola —dice Tomatis.
—Te escucho —dice Pichón, y su sonrisa blanda se acentúa un poco.
—Pensé que se habría cortado —dice Tomatis, fingiendo malhumor—. No me asombraría que los servicios secretos tengan intervenidos nuestros teléfo-nos.
—¿Te parece? —dice Pichón, exagerando su incredulidad.
—Por supuesto —dice Tomatis—. Hoy en día en que el pueblo, la mafia y los gobiernos tienen los mismos ideales, únicamente los artistas siguen siendo peligrosos. Lástima que vayamos quedando pocos.
—No divaguemos —ordena Pichón, más complacido que nunca por los postulados tan arbitrarios como inapelables de Tomatis.
—Escucho y obedezco, oh noble señor, califa de los reinos que se extien-den de la ceca a la meca, juez magnánimo, verdugo escrupuloso y compasivo, ejemplo y guía de los creyentes —salmodia Tomatis y, simulando carraspear para aclararse la voz, prosigue su resumen del relato, según el cual, durante varias semanas, el soldado viejo, que le había tomado afecto a su compañero de guardia por lo que a veces, en su fuero íntimo, se felicitaba a causa de la pacien-cia que le tenía, no volvió a oír hablar más del asunto, aunque ciertas miradas, ciertas diligencias misteriosas y ciertas insinuaciones difíciles de desentrañar indicaban claramente que el soldado joven mantenía sus planes y continuaba sus contactos y sus averiguaciones.
Un día lo vio acercarse con paso decidido y expresión satisfecha —el sol-dado viejo estaba echado bajo un árbol, masticando a duras penas su rancho— y supo que estaba en posesión de las informaciones que necesitaba, y si no era así, por lo menos estaba convencido de haberlas obtenido. Se acuclilló ante él con facilidad, posición que las articulaciones gastadas por leguas y leguas de marcha y años de plantones y de hambrunas ya le vedaban para siempre al sol-dado viejo y, bajando la voz, después de haber auscultado su alrededor con mi-radas furtivas y recelosas, le transmitió el resultado de sus diligencias. El co-merciante de Tiro, según el soldado joven, le había revelado, después de mu-chas vacilaciones y a cambio de una buena parte de su salario, que los iniciados a las artes mágicas que había frecuentado en todos los rincones del mundo co-nocido por tratarse de sus mejores clientes, sabían que existía un único medio, infalible desde luego, para saber si una apariencia de este mundo, animal, vege-tal o mineral, era verdaderamente un cuerpo compuesto de materia densa o un mero simulacro, y ese medio consistía en exponer el cuerpo en cuestión a la primera luz del alba, en cierto lugar preciso del espacio, para que un determi-nado rayo solar, al dar contra él, revelase su verdadera naturaleza. Según el comerciante de Tiro, tratándose de un cuerpo real, de materia compacta, no pa-saba nada, el cuerpo imprimía una sombra alargada en el suelo, interceptando el rayo con su masa opaca, pero que si en cambio se trataba de un simulacro, un prodigio se producía sin error posible, a saber que el cuerpo empezaba a torna-solarse adquiriendo un aspecto fuertemente luminoso e, igual que una pompa de jabón, se volvía translúcido, transparente, se desvanecía en el aire hasta que el rayo que lo había tocado, a causa del movimiento del sol, pasaba de largo y entonces el cuerpo recobraba su apariencia engañosa.
Con la mirada baja, clavada en su comida que los pocos dientes que le quedaban apenas si lograban masticar, el soldado viejo lo escuchaba tratando de disimular, por cortesía quizás, su escepticismo, aunque ya sabía que el otro no estaría dispuesto a abandonar hasta no haber llevado a cabo la experiencia. Adivinando sus pensamientos sin siquiera darse cuenta, el soldado joven seguía hablando: todo el mundo sabía en el campamento que Helena, a la madrugada, mientras los troyanos dormían, tenía la costumbre de pasearse por las murallas, mirando en dirección de las naves griegas y del campamento y suspirando por su tierra natal. Había quienes pretendían que varias veces incluso había tenido a esa hora discreta conversaciones con algunos jefes griegos, Ulises sobre todo, con el que conspiraba para precipitar la ruina de los troyanos. Esos encuentros tenían lugar en la oscuridad pero, según el soldado joven, Helena a veces se quedaba hasta el momento en que empezaba a aclarar, para no correr el riesgo de ser descubierta volviendo a su palacio en la oscuridad, simulando haber sa-lido a dar un paseo con la primera luz del alba. En razón de todo eso, el soldado ya había elaborado un plan: a la noche siguiente, en lugar de echarse a dormir, irían a ver si Helena se presentaba o no en la muralla.
Unos meses después de esa conversación telefónica, Soldi, como otras ve-ces, hará una copia del dactilograma y lo mandará por correo, lo que le permiti-rá a Pichón examinarlo con detenimiento, y casi en cada una de sus páginas y de sus frases, que desde luego difieren muchísimo de las que escuchó por telé-fono en un domingo de noviembre, porque lo oral y lo escrito son dos medios diferentes, como el aire y el agua, y lo que respira en uno a veces se asfixia en el otro, la voz de Tomatis resonará en su memoria trayendo consigo la imagen del propio Tomatis, sentado en calzoncillos bajo el toldo verde, secándose a la som-bra del toldo que hace resaltar el color rojo de las baldosas, y el cielo azul liso y profundo, sin una sola nube hasta el horizonte, la voz que trae cifrada en ella la mañana "deliciosa". Parece salir hasta de la tipografía pareja impresa en las ho-jas blancas que recibió por correo, en un sobre grande de papel madera, con unas líneas manuscritas de Soldi, y el autor desconocido del texto revive en la voz grave, un poco deformada por las turbulencias magnéticas en su viaje casi instantáneo de un hemisferio al otro. Es como si ese personaje misterioso que siembra sus escritos en bibliotecas ajenas, en cajones olvidados, en desvanes y en recovecos secretos, de escritorios, de dormitorios o de galpones, desde el polvo ignorado en el que yacen sus huesos, se apropiara de la voz de Tomatis, de las manos de Soldi que los pasaban en limpio, de los oídos, de los ojos y de la atención de Pichón, que era su receptor, para volver a la vida por el tiempo en que las palabras mecanografiadas o impresas saliesen de su sueño polvoriento. Las resonancias magnéticas, electrónicas, eléctricas o lo que fuese que deforman ligeramente la voz, le dan al relato de Tomatis una tenue vibración inhumana, como si otra voz, confinada en el limbo gris y sin salida del pasado, adhiriéndo-se parasitariamente a la primera, quisiera volver al mundo para respirar, aun-que más no fuese durante unos segundos, el aire fresco en la mañana de no-viembre, bajo el toldo verde, en la terraza de baldosas coloradas, bajo un cielo azul profundo, sin una sola nube hasta el horizonte. No puede dejar de oír esa voz doble cuando, un par de meses más tarde, en plena noche y en pleno in-vierno, lee los últimos párrafos del texto que el correo le ha traído esa mañana:

Para no causarle una decepción, el Soldado Viejo acepta el plan de su amigo. Con la paciencia de un padre afectuoso para con un hijo un poco aturdido, quiere que por sí mismo gaste su reserva de ilusiones.
A la madrugada entonces, después del cambio de guardia, en vez de irse a dormir, se encaminan furtivos hacia la parte este de la muralla. El Soldado Joven pretende saber que es a ese sector de la muralla que la reina viene cada madrugada a suspirar por su esposo, por el campamento griego, por las naves inmóviles, y por el lejano y áspero reino de Esparta.
Durante un buen rato, no distinguen nada en la negrura apretada. En la noche sin viento, el frío del sereno los hace tiritar. El Soldado Viejo oye al otro removerse en su sitio, refregarse las manos y darse palmadas en el cuerpo para calentarse un poco. La arista horizontal de la muralla empieza a recortarse vagamente en la noche. Clavan la vista en ella durante interminables minutos, y el Soldado Viejo ya está por proponer que se retiren a descansar, cuando el muchacho lo disuade de un codazo, tan cargado de energía entusiasta que lo hace tambalear. Negrura más densa que la noche negra y que la muralla, una silueta abultada emerge cautelosa del parapeto y se inmoviliza.
Ahora, susurra el Soldado Joven, basta con esperar. El alba, es verdad, ya no debe estar tardando mucho, el alba y después la aurora, la luz del día que restaura las cosas compactas y coloridas en los prados palpables de lo visible. Los ojos de los soldados no pierden de vista ni un solo instante la forma negra que se recorta en la negrura. Se han olvidado del frío, de la hora, del lugar. Hasta para el Soldado Viejo el sortilegio parece posible, y mientras espera el día, se dice que, después de todo, ese muchacho algo atolon-drado por el que ya siente una ternura de padre, ha traído un poco de magia a su vida gastada.
Por fin, la noche empieza a empalidecer, y el ocre de la muralla fosforece en la pri-mera claridad. Únicamente la figura humana, envuelta en el manto negro, la cabeza cubierta por un capuchón, se obscurece en la luz todavía tenue. Cuando el aire se pone más claro la figura gira la cabeza y el rostro, oculto hasta ese momento por el capuchón, se descubre para los dos soldados. Su hermosura al mismo tiempo los exalta y los abru-ma. La carne casta de Leda, ignorante de su propia sensualidad, combinándose con la blancura y con la lujuria brutal del cisne, han producido esa certidumbre extrahumana, de la que únicamente gozan, con el solo fin de doblegar el mundo a su propio deseo, con inocencia y crueldad, los dioses y las fieras.
Detrás de la muralla y de la reina, que ha vuelto a girar la cabeza en sentido con-trario, ocultando otra vez la cara bajo el capuchón, se divisan las torres y las cúpulas de Troya. Del otro lado, en el borde opuesto de la llanura, en la orilla del mar, el campa-mento griego al pie de las naves. Y a igual distancia de la ciudad y del campamento, los dos soldados, diminutos en el gran espacio vacío.
Hacia el este, el sol empieza a emerger. La claridad rojiza del cielo lo precede, pero ningún rayo todavía, liberándose de la barrera del horizonte, se extiende sobre la tierra. En los cortos minutos que se suceden, sus miradas van sin cesar del horizonte a la mu-ralla. De pronto, algunos rayos rasan el aire y el Soldado Viejo ve la sombra del Soldado Joven alargándose sobre la tierra llana. En la muralla un rayo ilumina la silueta enca-puchada que refulge de un modo cada vez más intenso, se tornasola, se vuelve transpa-rente y desaparece.
El Soldado Viejo se inmoviliza de asombro, admirado ante el arte sin par de los magos egipcios. Pero una sorpresa todavía más grande lo espera —grande por su caudal de evidencia y de maravilla. Cuando el sol sube un poco más en el horizonte, al toque del rayo mágico, la ciudad de Troya y el campamento griego, con sus tiendas y sus mástiles, se vuelven manchas luminosas, se tornasolan, vertiginosos, se vuelven transparentes y después se desvanecen. Apenas si pasan unos segundos antes de que al Soldado Joven le suceda lo mismo, víctima del mismo mal luminoso y en apariencia indoloro. Ve su cuer-po familiar, su cara satisfecha y extenuada transformarse en una mancha incandescente y después en un hervor de colores vivos, para volverse translúcida e invisible, mientras su sombra, que durante unos segundos, mientras el cuerpo se tornasolaba, se ha conver-tido en una larga mancha multicolor, se borra instantáneamente del suelo. Ahora el mundo no es más que un uniforme vacío incoloro, del que hasta el sol ha desaparecido, y gracias al arte sin par de los magos egipcios, parece haber revelado en ese instante su esencia verdadera. El Soldado Viejo estira instintivamente el brazo para rescatar al otro de la nada en la que se ha desvanecido, pero para no ver su propia mano, que está vol-viéndose un racimo intenso de luz, cierra los ojos y se queda esperando sin saber bien qué.
No parece pasarle nada, a no ser la impresión de haberse vuelto de pronto liviano, casi aéreo, liberado por fin de la costra de fatiga y servidumbre que se ha ido acumulan-do sobre él con los años. Pero también lo embargan sentimientos contradictorios: alivio y en seguida remordimiento, pena y al mismo tiempo exaltación. Y le parece que esa con-fidencia tardía que le están haciendo los dioses sobre el valor real de este mundo, empie-za a reconciliarlo con ellos.
Un ronroneo de satisfacción, acompañado de una alegría infantil, le hace com-prender que, al acecho del alba, a causa de la jornada extenuante que han tenido el día anterior y de la noche de guardia, se ha quedado dormido, parado al lado del Soldado Joven, esperando los prodigios improbables de los magos egipcios. Después de todo, valía la pena haberse amanecido, si el resultado de tantas fatigas ha sido ese sueño feliz. Cons-ciente de su sueño, que debe haber durado apenas unos segundos, sabe también que ya es tiempo para él de volver a la realidad. Y hace varios intentos, cada vez más enérgicos, de despertarse, pero a pesar de todos sus esfuerzos no lo consigue.

miércoles, 7 de julio de 2010

Alegría

Vamos, Vamos mi España querida.!

lunes, 5 de julio de 2010

Potencia

De todas las infinitas posibilidades
de representarse el universo ante nosotros
tuviste que aparecer vos
recortandote en esa figura
que no puedo ya olvidar.

viernes, 4 de junio de 2010

Les Temps Morts -René Laloux



Director: René Laloux (1964)

martes, 1 de junio de 2010

El sabor del Té



Director: Katsuhito Ishii, año 2004.

Hermosa película Oriental:

Dentro de las diversas ofertas del último cine japonés (que difícilmente llegan a un estreno comercial en la Argentina y con mejor suerte pueden conocerse en el Festival de Mar del Plata o en el Bafici), la ofrecida por Katsuhiro Ishii, propone, en singular yuxtaposición de realismo, subjetividad, magia y un discreto intento por romper con cualquier prejuicio convencional que pueda tenerse de una familia japonesa de hoy, y su nada cotidiana. Los Haruno viven en una casa rodeada de hermosos paisajes en las afueras de Tokio. No tienen nada que ver con lo urbano. Todo lo contrario. Incluso atesoran cierto encanto campesino e inocente en sus costumbres, que aparece en su forma de relacionarse con los demás. Por lo que Ishii describe en la primera media hora, cada una de esas criaturas trata de sobrellevar los días de la mejor manera, incluso a pesar de que algunos de ellos están al filo de descubrir el mundo de los adultos, tal como puede ocurrir una vez superada la infancia. Sachiko (Maya Banno), la más pequeña, intenta escapar de una gemela gigante, amiga imaginaria, que se mueve como Gulliver en el país de los enanos, pero solamente ella la ve. Hakime (Takahiro Sato), su hermano púber, está fascinado con una joven que concurre a su misma escuela, pero a la que, víctima de una tremenda timidez, no puede relacionarse, aunque finalmente lo consiga gracias al milenario go. Su madre, Yoshiko (Satomi Tezuka), se esfuerza por terminar dos minutos de un animé que podrán devolverla al mercado laboral que dejó al nacer su hija más pequeña. Mientras tanto, su esposo Nobuo (Tomokazu Miura), una suerte de psicólogo hipnotizador, observa al grupo con cierta distancia, pero no por eso con menos afecto. Se suman al grupo el hermano de Yoshiko con sus sueños-recuerdos fantasmales, y el hermano de Nobuo, un aplaudido autor de mangas.

Con todos esos personajes, Ishii arma un juego que parece una sumatoria de anécdotas que, más allá de su discurrir lento que tanto apasiona a los cineastas orientales, intentan formar parte de un todo homogéneo. Pero a no confundirse: tener una buena idea de la que partir, no siempre resulta un todo homogéneo que pueda, además de emocionar, ser una propuesta entretenida. En el primer aspecto, Ishii aprueba, no obstante lo confuso y moroso de la primera hora de proyección, deviene todavía más profundo y -por suerte- más dinámico y con algo de humor en la segunda para desembocar en un final que logra compensar, en buena medida, los altibajos precedentes. Ishii, especialista él mismo en animación, no abusa de sus conocimientos en la materia. Por lo visto, Ishii está en busca de un realismo apenas tocado por lo mágico, y cuando lo hace, el resultado es funcional al relato, como en aquellas secuencias en las que aparece la imaginaria melliza gigante o esa otra en la que un tren en miniatura sale de la cabeza de Hakime. En este sentido, también es destacable el aporte de Takeshi Koike, autor de uno de los episodios incluidos en la memorable "Animatrix".

Desde que cada uno de los integrantes de esta familia descubren el sentido de sus sueños, Ishii encuentra a su vez su razón de ser, personajes a los que hay que saborear, como al té, con más atención, a pesar de la rutina de todos los días. "Recuerdo mi infancia -dice Ishii- cuando tomaba té. La gente toma distintos tipos de té todos los días. Por entonces siempre estaba tomando té y eso es algo que se refleja en los Haruno: cada uno lucha con sus propios, pequeños problemas que son como la niebla de primavera. No son cuestión de vida o muerte, pero son confusos, transitorios, y con el tiempo finalmente se resuelven. Como los Haruno, tomaba té todo el tiempo, pero sin registrar el gusto que tenía."

"El sabor del té" es una interesante apuesta de Ishii por un cine profundo acerca del momento y la eternidad, de cuales son las cosas que nos deberían importar más allá de cada angustia, pero no por eso con una caligrafía menos popular. Lo consigue con altibajos, pero sin lugar a dudas con una cuidada estética y algunos notables trabajos actorales (en especial el de Sato), que no es poco.

FUENTE: http://fotograma.com/notas/reviews/4001.shtml

martes, 25 de mayo de 2010

Foutaises




La magia de Jeunet

lunes, 17 de mayo de 2010

En Qué Creen los que no Creen

Este es un intercambio epistolar entre Umberto Eco y el Arzbispo de Milàn Carlo Maria Martini realizado en el año 1995-1996 publicadas en la revista Liberal. Los dos autores untentan encontrar un denominador común entre los creyentes y los no creyentes, delineando los rasgos de los laicos e invitando a participar del intercambio epistolar a dos periodistas, E. Scalfari e I. Montanelli, a dos políticos, V. Foa y C. Martelli y a dos filósofos E. Severino y M Sgalambro; quienes ampliaron los temas en debate.
Es un libro muy interesante ya que cuestiona los principios morales, eticos, religiosos de la sociedad.
Dejo apratados los dos capítulos que más me gustaron:

Cuando los demás entran en escena, nace la ética

Querido Carlo María Martini:


Su carta me libra de una ardua situación comprometida para arrojarme a otra igualmente ardua. Hasta ahora ha sido a mí (aunque no por decisión mía) a quien ha correspondido abrir el discurso, y quien habla el primero es fatalidad que interrogue, esperando que el otro responda. De ahí la apurada situación de sentirme inquisitivo. Y he valorado en su justa medida la decisión y humildad con las que usted, por tres veces, ha desmentido la leyenda según la cual los jesuítas responden siempre a una pregunta con otra pregunta.
Ahora, sin embargo, me encuentro en el apuro de responder yo a su pregunta, porque mi respuesta sería significativa si yo hubiera recibido una educación laica; por el contrario, mi formación se caracteriza por una fuerte huella católica hasta (por señalar un momento de fractura) los veintidós años. La perspectiva laica no ha sido para mí una herencia absorbida pasivamente, sino el fruto, bastante sufrido, de un largo y lento cambio, de modo que me queda siempre la duda de si algunas de mis convicciones morales no dependen todavía de esa huella religiosa que ha marcado mis orígenes. Ya en edad avanzada pude ver (en una universidad católica extranjera que enrola también a profesores de formación laica, exigiéndoles como mucho manifestaciones de obsequio formal en el curso de los rituales académico-religiosos) a algunos colegas acercarse a los sacramentos sin creer en la «presencia real», y por tanto, sin ni siquiera haberse confesado. Con un escalofrío, después de tantos años, advertí todavía el horror del sacrilegio.
Con todo, creo poder decir sobre qué fundamentos se basa hoy mi «religiosidad laica», porque retengo con firmeza que se dan formas de religiosidad, y por lo tanto un sentido de lo sagrado, del límite, de la interrogación y de la esperanza, de la comunión con algo que nos supera, incluso en ausencia de la fe en una divinidad personal y providencial. Pero eso, como se desprende de su carta, lo sabe usted también. Lo que usted se pregunta es en qué radica lo vinculante, impelente e irrenunciabíe en estas formas de ética.
Me gustaría adoptar una perspectiva distan-re respecto a la cuestión. Algunos problemas éticos se me han vuelto más claros reflexionando sobre ciertos problemas semánticos —y no le preocupe que pueda haber quien diga que nuestro diálogo es difícil; las invitaciones a pensar demasiado fácilmente provienen de las revelaciones de los mass-media, previsibles por definición—. Que se acostumbren a la dificultad del pensar, porque ni el misterio ni la evidencia son fáciles.
Mi problema era si existían «universales semánticos», es decir, nociones elementales comunes a toda la especie humana que puedan ser expresadas por todas las lenguas. Problema no tan obvio, desde el momento en que, como se sabe, muchas culturas no reconocen nociones que a nosotros nos parecen evidentes, como por ejemplo la de sustancia a la que pertenecen ciertas propiedades (como cuando decimos que «la manzana es roja») o la de identidad (a = a). Pude persuadirme, sin embargo, de que efectivamente existen nociones comunes a todas las culturas, y que todas se refieren a la posición de nuestro cuerpo en el espacio.
Somos animales de posición erecta, por lo que nos resulta fatigoso permanecer largo tiempo cabeza abajo, y por lo tanto poseemos una noción común de lo alto y de lo bajo, tendiendo a privilegiar lo primero sobre lo segundo. Igualmente poseemos las nociones de derecha e izquierda, de estar parados o de caminar, de estar de pie o reclinados, de arrastrarse o de saltar, de la vigilia y del sueño. Dado que poseemos extremidades, sabemos todos lo que significa golpear una materia resistente, penetrar en una sustancia blanda o líquida, deshacer algo, tamborilear, pisar, dar patadas, tal vez incluso danzar. Podría continuar largo rato enumerando esta lista, que abarca también el ver, el oír, el comer o beber, el tragar o expeler. Y naturalmente todo hombre posee nociones sobre lo que significa percibir, recordar o advertir deseo, miedo, tristeza o alivio, placer o dolor, así como emitir sonidos que expresen estos sentimientos. Por lo tanto (y entramos ya en la esfera del derecho) poseemos concepciones universales acerca de la constricción: no deseamos que nadie nos impida hablar, ver, escuchar, dormir, tragar o expeler, ir a donde queramos; sufrimos si alguien nos ata o nos segrega, si nos golpea, hiere o mata, si nos somete a torturas físicas o psíquicas que disminuyan o anulen nuestra capacidad de pensar.
Nótese que hasta ahora me he limitado a sacar a escena solamente a una especie de Adán bestial y solitario que no sabe todavía lo que es una relación sexual, el placer del diálogo, el amor a los hijos, el dolor por la pérdida de una persona amada; pero ya en esta fase, al menos para nosotros si no para él o para ella), esta semántica se ha convertido en la base para una ética: debemos, ante todo, respetar los derechos de la corporalidad ajena, entre los que se cuentan también el derecho a hablar y a pensar. Si nuestros semejantes hubieran respetado estos derechos del cuerpo, no habrían tenido lugar la matanza de los Santos Inocentes, los cristianos en el circo, la noche de San Bartolomé, la hoguera para los herejes, los campos de exterminio, la censura, los niños en las minas, los estupros de Bosnia.
Pero ¿cómo es que, pese a elaborar de inmediato un repertorio instintivo de nociones universales, el bestión (o la bestiona) —todo estupor y ferocidad— que he puesto en escena puede llegar a comprender que no sólo desea hacer ciertas cosas y que no le sean hechas otras, sino también que no debe hacer a los demás lo que no desea que le hagan a él? Porque, por fortuna, el Edén se puebla en seguida. La dimensión ética comienza cuando entran en escena los demás. Cualquier ley, por moral o jurídica que sea, regula siempre relaciones interpersonales, incluyendo las que se establecen con quien la impone.
Usted mismo atribuye al laico virtuoso la convicción de que los demás están en nosotros. Pero no se trata de una vaga inclinación sentimental, sino de una condición básica. Como hasta las más laicas de entre las ciencias humanas nos enseñan, son los demás, es su mirada, lo que nos define y nos conforma. Nosotros (de la misma forma que no somos capaces de vivir sin comer ni dormir) no somos capaces de comprender quién somos sin la mirada y la respuesta de los demás. Hasta quien mata, estupra, roba o tiraniza lo hace en momentos excepcionales, porque durante el resto de su vida mendiga de sus semejantes aprobación, amor, respeto, elogio. E incluso de quienes humilla pretende el reconocimiento del miedo y de la sumisión. A falta de tal reconocimiento, el recién nacido abandonado en la jungla no se humaniza (o bien, como Tarzán, busca a cualquier precio a los demás en el rostro de un mono), y corre el riesgo de morir o enloquecer quien viviera en una comunidad en la que todos hubieran decidido sistemáticamente no mirarle nunca y comportarse como si no existiera.
¿Cómo es que entonces hay o ha habido culturas que aprueban las masacres, eí canibalismo, la humillación de los cuerpos ajenos? Sencillamente porque en ellas se restringe el concepto de «los demás» a la comunidad tribal (o a la etnia) y se considera a los «bárbaros» como seres inhumanos. Ni siquiera los cruzados sentían a los infieles como un prójimo al que amar excesivamente; y es que el reconocimiento del papel de los demás, la necesidad de respetar en ellos esas exigencias que consideramos irrenunciables para nosotros, es el producto de un crecimiento milenario. Incluso el mandamiento cristiano del amor será enunciado, fatigosamente aceptado, sólo cuando los tiempos estén lo suficientemente maduros.
Lo que usted me pregunta, sin embargo, es si esta conciencia de la importancia de los demás es suficiente para proporcionarme una base absoluta, unos cimientos inmutables para un comportamiento ético. Bastaría con que le respondiera que lo que usted define como fundamentos absolutos no impide a muchos creyentes pecar sabiendo que pecan, y la discusión terminaría ahí; la tentación del mal está presente incluso en quien posee una noción fundada y revelada del bien. Pero quisiera contarle dos anécdotas, que me han dado mucho que pensar.
Una se refiere a un escritor que se proclama católico, aunque sea sui generis, cuyo nombre omito sólo porque me dijo cuanto voy a citar en el curso de una conversación privada, y yo no soy ningún soplón. Fue en tiempos de Juan XXIII, y mi anciano amigo, encomiando con entusiasmo sus virtudes, afirmó (con evidente intención paradójica): «Este papa Juan debe de ser ateo. ¡Sólo uno que no cree en Dios puede querer tanto a sus semejantes!» Como todas las paradojas, ésta también posee su germen de verdad: sin pensar en el ateo (figura cuya psicología se me escapa, porque al modo kantiano, no veo de qué forma se puede no creer en Dios y considerar que no se puede probar su existencia, y creer después firmemente en la inexistencia de Dios, y sentirse capaz de poder probarla), me parece evidente que para una persona que no haya tenido jamás la experiencia de la trascendencia, o la haya perdido, lo único que puede dar sentido a su propia vida y a su propia muerte, lo único que puede consolarla, es el amor hacia los demás, el intento de garantizar a cualquier otro semejante una vida vivible incluso después de haber desaparecido. Naturalmente, se dan también casos de personas que no creen y que sin embargo no se preocupan de dar sentido a su propia muerte, al igual que hay también casos de personas que afirman ser creyentes y sin embargo serían capaces de arrancar el corazón a un niño vivo con tal de no morir ellos. La fuerza de una ética se juzga por el comportamiento de los santos, no por el de los ignorantes cuius deus venter est13.
Y vamos con la segunda anécdota. Siendo yo un joven católico de dieciséis años, me vi envuelto en un duelo verbal con un conocido, mayor que yo, famoso por ser «comunista», en el sentido que tenía este término en los terribles años cincuenta. Dado que me provocaba, le expuse la pregunta decisiva: ¿cómo podía él, no creyente, dar un sentido a un hecho de otra forma tan insensato como la propia muerte? Y él me contestó: Pidiendo antes de morir un entierro civil. Así, aunque yo ya no esté, habré dejado a los demás un ejemplo.» Creo que incluso usted puede admirar la profunda fe en la continuidad de la vida, el sentido absoluto del deber que animaba aquella respuesta. Y es éste el sentido que ha llevado a muchos no creyentes a morir bajo tortura con tal de no traicionar a sus amigos y a otros a enfermar de peste para curar a los apestados. Es también, a veces, lo único que empuja a los filósofos a filosofar, a los escritores a escribir: lanzar un mensaje en la botella, para que, de alguna forma, aquello en lo que se creía o que nos parecía hermoso, pueda ser creído o parezca hermoso a quienes vengan después.
¿Es de verdad tan fuerte este sentimiento como para justificar una ética tan determinada e inflexible, tan sólidamente fundada como la de quienes creen en la moral revelada, en la supervivencia del alma, en los premios y en los castigos? He intentado basar los principios de una ética laica en un hecho natural (y, como tal, para usted resultado también de un proyecto divino) como nuestra corporalidad y la idea de que sabemos instintivamente que poseemos un alma (o algo que hace las veces de ella) sólo en virtud de la presencia ajena. Por lo que se deduce que lo que he definido como ética laica es en el fondo una ética natural, que tampoco el creyente desconoce. El instinto natural, llevado a su justa maduración y autoconciencia, ¿no es un fundamento que dé garantías suficientes? Claro, se puede pensar que no supone un estímulo suficiente para la virtud: total, puede decir el no creyente, nadie sabrá el mal que secretamente estoy haciendo. Pero adviértase que el no creyente considera que nadie le observa desde lo alto y sabe por lo tanto también —precisamente por ello— que no hay nadie que pueda perdonarle. Si es consciente de haber obrado mal, su soledad no tendrá límites y su muerte será desesperada. Intentará más bien, más aún que el creyente, la purificación de la confesión pública, pedirá el perdón de los demás. Esto lo sabe en lo más íntimo de sus entretelas, y por lo tanto sabe que deberá perdonar por anticipado a los demás. De otro modo, ¿cómo podría explicarse que el remordimiento sea un sentimiento advertido también por los no creyentes?
No quisiera que se instaurase una oposición tajante entre quienes creen en un Dios trascendente y quienes no creen en principio supraindividual alguno. Me gustaría recordar que precisamente a la Ética estaba dedicado el gran libro de Spinoza que comienza con una definición de Dios como causa de sí mismo. Aparte del hecho de que esta divinidad spinoziana, bien lo sabemos, no es ni trascendente ni personal, incluso de la visión de una enorme y única Sustancia cósmica, en la que algún día volveremos a ser absorbidos, puede emerger precisamente una visión de la tolerancia y de la benevolencia, porque en el equilibrio y en la armonía de esa Sustancia única estamos todos interesados. Lo estamos porque de alguna forma pensamos que es imposible que esa Sustancia no resulte de alguna forma enriquecida o deformada por aquello que en el curso de los milenios también nosotros hemos hecho. De modo que me atrevería a decir (no es una hipótesis metafísica, es sólo una tímida concesión a la esperanza que nunca nos abandona) que también en una perspectiva semejante se podría volver a proponer el problema de las formas de vida después de la muerte. Hoy el universo electrónico nos sugiere que pueden existir secuencias de mensajes que se transfieren de un soporte físico a otro sin perder sus características irrepetibles, y parecen incluso sobrevivir como pura inmateria algorítmica en el instante en el que, abandonando un soporte, no se han impreso aún en otro. Quién sabe si la muerte, más que una implosión no podría ser una explosión e impresión, en algún lugar, entre los vórtices del universo, del software (que otros llaman alma) que hemos ido elaborando mientras vivimos, hasta del que forman nuestros recuerdos y remordimientos personales, y por lo tanto, nuestro sufrimiento incurable, nuestro sentido de paz por el deber cumplido y nuestro amor.
Afirma usted que, sin el ejemplo y la palabra de Cristo, a cualquier ética laica le faltaría una justificación de fondo que tuviera una fuerza de convicción ineludible. ¿Por qué sustraer al laico el derecho de servirse del ejemplo de Cristo que perdona? Intente, Cario María Martini, por el bien de la discusión y del paragón en el que cree, aceptar aunque no sea más que por un instante la hipótesis de que Dios no existe, de que el hombre aparece sobre la Tierra por un error de una torpe casualidad, no sólo entregado a su condición de mortal, sino condenado a ser consciente de ello y a ser, por lo tanto, imperfectísimo entre todos los animales (y séame consentido el tono leopardiano de esta hipótesis). Este hombre, para hallar el coraje de aguardar la muerte, se convertiría necesariamente en un animal religioso y aspiraría a elaborar narraciones capaces de proporcionarle una explicación y un modelo, una imagen ejemplar. Y entre las muchas que es capaz de imaginar, algunas fulgurantes, algunas terribles, otras patéticamente consolatorias, al llegar a la plenitud de los tiempos tiene en determinado momento la fuerza, religiosa, moral y poética, de concebir el modelo de Cristo, del amor universal, del perdón de los enemigos, de la vida ofrecida en holocausto para la salvación de los demás. Si yo fuera un viajero proveniente de lejanas galaxias y me topara con una especie que ha sido capaz de proponerse tal modelo, admiraría subyugado tamaña energía teogóníca y consideraría a esta especie miserable e infame, que tantos horrores a cometido, redimida sólo por el hecho de haber do capaz de desear y creer que todo eso fuera la verdad.
Abandone ahora si lo desea la hipótesis y déjela a otros, pero admita que aunque Cristo no fuera más que el sujeto de una gran leyenda, el hecho de que esta leyenda haya podido ser imaginada y querida por estos bípedos sin plumas que sólo saben que nada saben, sería tan milagroso (milagrosamente misterioso) como el hecho de que el hijo de un Dios real fuera verdaderamente encarnado. Este misterio natural y terreno no cesaría de turbar y hacer mejor el corazón de quien no cree.
Por ello considero que, en sus puntos fundamentales, una ética natural —respetada en la profunda religiosidad que la anima— puede salir al encuentro de los principios de una ética fundada sobre la fe en la trascendencia, la cual no deja de reconocer que los principios naturales han sido esculpidos en nuestro corazón sobre la base de un programa de salvación. Si quedan, como lógicamente quedarán, ciertos márgenes irreconciliables, no serán diferentes de los que aparecen en el encuentro entre religiones distintas. Y en los conflictos de la fe deben prevalecer la Caridad y la Prudencia.
Umberto Eco, enero de 1996

La técnica supone el ocaso de toda buena fe:

Emanuele Severino


Esta búsqueda de un terreno común para la ética cristiana y la laica está dando por supuestas muchas cosas decisivas. Ambas se piensan a sí mismas como un modo de guiar, modificar y corregir al hombre. En la civilización occidental, la ética posee el carácter de la técnica. En la tradición teoiógico-metafísica, llega a ser incluso una supertécnica, porque es capaz de otorgar no simplemente la salvación más o menos efímera del cuerpo, sino la eterna del alma. Con más modestia, pero dentro del mismo orden de ideas, hoy en día se piensa que la ética es una condición indispensable para la eficiencia económica y política. Los modos de guiar, modificar y corregir al hombre son muy distintos, pero comparten el mismo espíritu. Si no se comprende el significado de la técnica y el significado técnico de la ética, la voluntad de hallar un terreno común para la ética de los creyentes y de los no creyentes está condenada a vagar en la oscuridad.
Existe, sin embargo, un ulterior rasgo común a ambas formas de ética: la buena fe, es decir, la rectitud de la conciencia, la buena voluntad, la convicción de hacer aquello que sin la menor duda todo ser consciente debe hacer. El contenido de la buena fe puede ser incluso muy distinto. Hay quien ama al prójimo porque está convencido de deber amarlo, y hay quien no lo ama porque, a su vez, de buena fe, está convencido de que no existen motivos para amarlo. En cuanto actúa de buena fe, también este último realiza en sí el principio fundamental de la ética, es decir, su no ser mera conformidad con la ley. Ético es el hombre que en buena fe no ama; no ético es el hombre que ama porque, pese a su convicción de no deber amar, quiere evitar la desaprobación social.
La convicción para actuar de una cierta manera puede tener motivaciones distintas. Éste me parece el tema sobre el que reclama atención el cardenal Martini (véase «¿Dónde encuentra el laico la luz del bien?», pág. 75). Las motivaciones de la buena fe no son la buena fe y ni siquiera su contenido: son el fundamento de la convicción en la que la buena fe consiste. La convicción de actuar de una cierta manera surge, bien porque así ordena actuar una legislación de tipo religioso, bien porque, con el nacimiento de la filosofía en Grecia, la certeza de conocer la verdad definitiva e incontrovertible hace que ésta sea adoptada como ley suprema y fundamento absoluto del actuar. Pero también puede haber también quien esté convencido de deber actuar de una cierta manera, pese a saber que no dispone de motivación absoluta alguna para tal forma de actuar. En todos estos casos se actúa en buena fe, es decir, éticamente, pero la solidez de la buena fe varía según la consistencia de las motivaciones.
Cuando la motivación de la buena fe es la ley constituida por la verdad incontrovertible a la que aspira la tradición filosófica, cuando la motivación posee un fundamento absoluto, la solidez de la buena fe resulta sufragada y reforzada al máximo (y sufragada al máximo resulta la eficacia técnica de la ética). Cabe dejar en suspenso el problema de la posibilidad de que en estas condiciones de solidez la ley sea transgredida, porque efectivamente se puede afirmar, como escribe Umberto Eco en su respuesta a Martini, que también actúan mal quienes creen disponer de unos cimientos absolutos de la ética; igualmente se puede decir que la transgresión de la verdad es posible porque esa transgresión es sólo una verdad aparente, o no se nos aparece en su verdad auténtica.
La solidez de la buena fe que no dispone de motivación alguna resulta, por el contrario, reforzada al mínimo, precisamente porque no es sufragada por ningún fundamento; sin embargo, no se puede descartar que logre ser más sólida que una buena fe que cree apoyarse en un fundamento absoluto. Entre estos dos extremos se sitúa la multitud de formas intermedias de la buena fe.
Hace tiempo que vengo diciendo que si la verdad no existe, es decir, si no existe un fundamento absoluto de la ética, también carece de verdad el rechazo de la violencia. Para quien está convencido de la inexistencia de la verdad y rechaza en buena fe la violencia, este rechazo es, precisamente, una simple cuestión de fe, y como tal se le aparece. Por el contrario, para quien está convencido de ver la verdad, y una verdad que implique el rechazo de la violencia, este rechazo no se aparece como simple fe, sino como sabiduría, al igual que sucede en la ética fundada sobre principios metafísico-teológicos de la tradición. Y, al no existir la verdad, ese rechazo de la violencia no es más que una fe, la cual, precisamente por ello, no puede poseer más verdad que la misma fe (más o menos buena) que, por el contrario, cree que debe perseguir la violencia y la devastación del hombre. Me da la impresión de que este razonamiento ha sido recogido en las recientes encíclicas de la Iglesia y de que en esta dirección apunta también el texto del cardenal Martini. Con la salvedad de que él considera, con la Iglesia, que todavía hoy puede existir un fundamento absoluto de la ética, «más allá de escepticismos y agnosticismos»; que todavía hoy puede existir «un verdadero y propio absoluto moral» y que, por lo tanto, se puede hablar todavía de verdad absoluta, en el sentido de la tradición filosófico-metafísico-teológica que para la Iglesia sigue definiendo la base de su propia doctrina.
Contra este presupuesto de la Iglesia y de toda la tradición occidental se alza la filosofía contemporánea, que, por otro lado, sólo a través de escasas rendijas toma consciencia de su propia fuerza invencible. Cuando se sabe captar su esencia profunda, el pensamiento contemporáneo no se nos aparece como escepticismo y agnosticismo ingenuo, sino como desarrollo radical e inevitable de la fe dominante que se halla en la base de toda la historia de Occidente: la fe en el devenir del ser. Sobre el fundamento de esta fe, el pensamiento contemporáneo es la consciencia de que no puede existir ninguna verdad distinta del devenir» o sea, del propio atropello de toda verdad. Por mi parte, invito a menudo a la Iglesia a no infravalorar la potencia del pensamiento contemporáneo del que, indudablemente, es necesario saber captar, por encima de sus propias formas explícitas, la esencia profunda y profundamente oculta, y sin embargo absolutamente invencible, respecto de cualquier forma de saber que se mantenga dentro de los límites de la fe en el devenir. Lo que se muestra en esta esencia es que la gran tradición de Occidente está destinada al ocaso y que, por lo tanto, resulta ilusoria la tentativa de salvar al hombre contemporáneo recurriendo a las formas de la tradición me¬tafísico-religiosa. La tradición metafísica intenta demostrar que si por encima del devenir no existiera una verdad y un ser inmutable y eterno, se deduciría que la nada, de la que en el devenir provienen las cosas, se transformaría en un ser (es decir, en el ser que produce las cosas). De lo que se trata, en cambio (como he explicado en más de una ocasión), es de comprender que en la esencia profunda del pensamiento contemporáneo se asienta la identificación de la nada y del ser (la cual es a la vez cancelación del devenir, o sea, de la diferencia entre aquello que es y aquello que todavía no es o ha dejado ya de ser), que tiene lugar precisamente cuando se afirman ese ser y esa verdad inmutable en los que la tradición confía. Así pues, se intenta comprender que cualquier inmutable anticipa, convirtiéndolo por lo tanto en aparente e imposible, el devenir del ser, es decir, aquello que para Occidente es la evidencia suprema y supremamente innegable.
Pero si la muerte de la verdad y del Dios de la tradición occidental es inevitable, lo es también la muerte de todo fundamento absoluto de la ética, que sitúe la verdad como motivación de la buena fe. De este modo, cualquier ética no puede ser otra cosa que buena fe, o lo que es igual, solamente puede ser fe, y no puede aspirar a más verdad que cualquier otra buena fe. El desacuerdo entre las distintas fes sólo puede resolverse a través de un enfrentamiento en el cual el único sentido posible de la verdad es su capacidad práctica, como fe, de imponerse sobre las demás. Es un desacuerdo entre varias buenas fes (entre las que hay que contar también la buena fe de la violencia), ya que la mala fe es una contradicción (es decir, una no verdad que no puede ser aceptada ni siquiera por la fe en el devenir), en la que el estar convencido de algo distinto de lo que se hace obstaculiza y debilita la eficacia del hacer.
Las formas violentas del enfrentamiento práctico pueden ser aplazadas por la perpetuación del compromiso. Pero de esta manera el diálogo y el acuerdo son un equívoco, porque, si la verdad no existe, resulta sólo una conjetura la existencia de un terreno y de un contenido comunes, de una dimensión universal idéntica para las distintas fes en contraste (y que a su vez sea un inmutable, es decir, algo que hace imposible el devenir del mundo). Si es sólo una conjetura que tú hables mi idioma, nuestros acuerdos serán meros equívocos. Y el equívoco cela la violencia del enfrentamiento. La última frase de la respuesta de Eco a Martini —«Y en los conflictos de fe deben prevalecer la caridad y la prudencia»— es una aspiración subjetiva, una buena fe débil que puede afirmarse únicamente en la medida en que no obstaculiza a la buena (o mala) fe más potente. Que Eco se exprese de esa manera resulta por otro lado comprensible, porque él, demostrando que está todavía muy lejos de la esencia profunda del pensamiento contemporáneo, sostiene un punto de vista que vuelve a proponer la aspiración tradicional a un fundamento absoluto de la ética. De este modo y por encima de sus intenciones, también su razonamiento es solamente una fe, como el de Martini.
Pero no acaba ahí la simetría entre el texto de Martini y el de Eco. Martini propone una ética fundada sobre «principios metafísicos», «absolutos», «universalmente válidos»: «un verdadero y propio absoluto moral», basado sobre «claros fundamentos». Pero después considera que estos claros fundamentos son un «Misterio» (es decir, algo que por definición es lo oscuro); en otras palabras, quiere «un Misterio trascendente como fundamento de actuación moral». A su vez Eco propone una ética fundada sobre nociones «universales», «comunes a todas las culturas», fundada en otras palabras en ese hecho «natural», «cierto», indiscutible, que es el «repertorio instintivo» del hombre. Pero luego considera, a su vez, que el hecho de que el hombre, para sobrevivir, se construya un mundo de ilusiones y de modelos sublimes es algo tan «milagrosamente misterioso» como la encarnación de
Dios. Ambos interlocutores pretenden situar en la base de la ética un fundamento «claro» y «cierto», y por lo tanto, evidente, pero después afirman que tal fundamento es misterioso, es decir, oscuro. Podrán evitar la incoherencia, mostrando en qué sentido el fundamento es evidente y en cuál (distinto) misterioso. Pero la simetría continúa. (Esa incoherencia me parece que gravita en especial sobre el texto de Martini, pero resulta extraño que Eco —después de haber afirmado que el hombre, hijo del azar, inventa grandes ilusiones para sobrevivir— considere «milagrosa» esa capacidad de hacerse ilusiones, cuando, en cambio, la presencia de ésta significa sencillamente que la voluntad de vivir, presente en el hombre, posee un grado de intensidad capaz de forjarse ilusiones hasta ese extremo. Ya Leopardi explicaba que cuando tal intensidad decrece y las ilusiones desaparecen, el hombre se convierte en algo muerto.)
La simetría entre los dos discursos no se detiene ahí, porque ambos presentan como evidente un contenido que no lo es. Martini, según parece, aproxima peligrosamente los «principios metafísicos» a los principios religiosos de la ética. Santo Tomás de Aquino y la Iglesia son conscientes de su diversidad. Los primeros constituyen una verdad evidente de la razón y son absolutos porque son evidentes. Pertenecen a lo que los griegos llamaban episteme, Santo Tomás, scientia, Fichte y Hegel, Wissenschaft. Los segundos vienen dados, en cambio, por la revelación de Jesús, que se propone a sí misma como mensaje sobrenatural y excede a cualquier capacidad de la razón; su carácter absoluto es la certeza absoluta del acto de fe (fides qua creditur), que es fe en esa configuración del Absoluto que es el misterio trinitario (fides quae creditur). Si se afirma —como Hans Küng en un fragmento citado por Martini— que «la religión puede fundar de manera inequívoca porque la moral... debe vincular incondicional-mente... y, por lo tanto, universalmente», no se puede concebir el carácter inequívoco de la religión como verdad evidente de la razón. La religión funda «inequívocamente» el vínculo moral, en el sentido de que en ella la fe acepta los contenidos sobrenaturales de la revelación y su imposición como determinación de la moral. La fe es la certeza absoluta de cosas no evidentes {argumentum non ap-parentium), que representan un problema incluso desde el punto de vista de la «razón» tal y como es entendida por la Iglesia católica (aunque esta última evite reconocerlo y, con Santo Tomás, afirme la «armonía» de fe y razón). La fe es un fundamento problemático de la moral; como problemáticas son la incondicionalidad y la universalidad de la moral, en cuanto fundadas por la razón.
Pero también Eco sitúa como fundamento evidente de la ética algo que no lo es. «Persuadido de que en efecto existen nociones comunes a todas las culturas» (como las de lo alto y de lo bajo, de una derecha y una izquierda, de estar parados o del moverse, del percibir, recordar, gozar, sufrir...) —donde «persuadido de que en efecto existen» no es más que una manera de decir que su existencia es incontrovertible y evidente—, Eco sostiene que tales nociones son «la base para una ética» que ordena «respetar los derechos de la corporalidad ajena». Ahora bien, que tales nociones existan, y que la existencia del prójimo sea, como sostiene Eco, un ingrediente ineludible de nuestra vida, es una tesis de sentido común, pero no una verdad evidente, sino una conjetura, una interpretación de ese conjunto de acontecimientos que se denominan lenguajes y comportamientos humanos; es, por lo tanto, algo problemático. Estar «seguros» de la existencia del contenido de tal interpretación supone, pues, desde el principio, una fe. Una fe que Eco, como Martini, sitúa como evidencia. Y así como para la tradición existe una «ley natural» inmodificable, que el comportamiento del hombre debe tener en cuenta, del mismo modo para Eco hay en la base de la «ética laica» un «hecho natural» igualmente inmodificable, metafísico y teológico: el instinto natural. La filosofía contemporánea, sin embargo, en su forma más avanzada niega cualquier noción común y universal (y también por tanto la que está presente en el «no hagas a los demás lo que no quieras que se te haga a ti», a la que Eco se remite), puesto que el universal es también un inmutable que anticipa y hace vana esa innovación absoluta en que consiste el devenir. La buena fe de la ética contemporánea lleva al ocaso la buena fe que la tradición pretendía basar en la verdad del pensamiento filosófico o en la verdad a la que se remite la fe.
Pero por encima de las formas filosófico-religiosas de la buena fe, y legitimada, sin embargo, por la inevitabilidad de ese ocaso, se ha situado hace ya tiempo la ética de la ciencia y de la técnica, es decir, la buena fe constituida por la convicción de que lo que es necesario hacer, la tarea suprema que se ha de llevar a cabo, es el incremento indefinido de esa capacidad de realizar fines que el aparato científico-tecnológico planetario está convencido de poder impulsar más que cualquier otra fuerza, y que es hoy la condición suprema de la salvación del hombre en la Tierra. En la época de la muerte de la verdad, la ética de la técnica posee la capacidad práctica de conseguir que cualquier otra forma de fe quede subordinada a ella. Pero ¿cuál es el sentido de la técnica? Y ¿cómo es posible que la civilización del Occidente sea capaz de acabar con la violencia, si sitúa en su propio fundamento esa fe en el devenir que —al pensar las cosas como disponibles a su producción y violencia— constituye la raíz misma de la violencia?
(Febrero de 1996)

lunes, 3 de mayo de 2010

Selección Fragmento: Matrix Reloaded




Dirigida por: Andy Wachowski y Lana Wachowski
Año: 2003


Diálogo:


Arquitecto:
Hola Neo.

Neo:
¿Quién es usted?

Arquitecto:
Yo soy el arquitecto. Soy el creador de matrix. Te estaba esperando. Tienes muchas preguntas y aunque el proceso ha alterado tu conciencia, sigues siendo indefectiblemente humano, ergo, habrá respuestas que comprendas y habrá otras que no.

De igual modo, aunque tu primera pregunta tal vez sea la más pertinente, es posible que seas consciente de que también es la más irrelevante.
Neo:
¿Por qué estoy aquí?

Arquitecto:
Tu vida sólo es la suma del resto de una ecuación no balanceada inherente a la programación de matrix. Eres el producto eventual de una anomalía, que a pesar de mis denodados esfuerzos no he sido capaz de suprimir de esta… armonía de precisión matemática.

Aunque sigue siendo una incomodidad que evito con frecuencia, es previsible y no escapa a unas medidas de control que te han conducido inexorablemente… hasta aquí.
Neo:
No ha respondido mi pregunta.

Arquitecto:
Muy Cierto.

Interesante, eres más rápido que los otros.


Neos en los monitores:
¿Otros? ¿Qué otros? ¡Quiero salir! ¡Quiero salir! ¿Otros?

Arquitecto:
Matrix es más antiguo de lo que crees. Yo prefiero datarlo desde que aparece una anomalía integral hasta que surge la siguiente. En cuyo caso esta sería la SEXTA versión.

Neos en los monitores:
Cinco. ¡Eso son bobadas! Tres. Una. Dos. Cuatro.

Neo:
Sólo hay dos posibles explicaciones.

O nadie me lo dijo, -La cámara se introduce en uno de los monitores- o es que nadie lo sabe.

Arquitecto:
Exacto.

Como sin duda estarás deduciéndolo, la anomalía es sistémica, y por eso crea fluctuaciones hasta en las ecuaciones más simplistas.
Neos en los monitores:
¡¡Estás muerto!! ¡No puedes obligarme a nada! ¡Voy a hacerte pedazos! ¡AAAAH! ¡¡No pueden controlarme!! ¡Que te jodan! ¡Dios ha muerto! ¡Hago lo que me pase por los cojones! ¡¡No puedes controlarme!! ¡Viejo capullo! –La cámara se introduce en uno de los monitores-

Neo:
Elección.
El problema es la elección.

-Aquí se introduce la secuencia de Trinity luchando con el agente-

Arquitecto:
El primer matrix que diseñé era casi perfecto, una obra de arte. Preciso. Sublime. Un éxito solo equiparable a su monumental… fallo.

Su ineruptable fracaso se me antoja ahora como una consecuencia de la imperfección inherente a todos los humanos. Por eso lo rediseñé, y lo basé en vuestra historia, para reflejar con exactitud las extravagancias de vuestra naturaleza.

A pesar de ello tuve que afrontar otro fracaso. Entonces comprendí que la respuesta se me escapaba porque requería una mente inferior o por lo menos no tan limitada por los parámetros de la perfección. Quien dio con la respuesta de un modo fortuito, fue otro programa intuitivo que yo había creado, en principio, para investigar ciertos aspectos de la psique humana.

Si yo soy el padre de matrix; ella es sin duda alguna su madre.

Neo:
El Oráculo.

Arquitecto:
Por favor.

Como decía, descubrió una solución según la cual el 99% de los individuos aceptaba el programa mientras pudieran elegir aunque únicamente lo percibieran en un nivel casi inconsciente.

Aunque esta solución funcionó presentaba un importante defecto de base, con lo cual generaba una contradictoria anomalía sistémica que de no regularse podría poner en peligro el propio sistema. Ergo, si no se regulaba a aquellos que no aceptaban el programa, aunque fueran una minoría constituirían una creciente probabilidad de desastre.

Neo:
Se está refiriendo… a Zion.

Arquitecto:
Has venido aquí porque Zion está a punto de ser destruida. Todos sus habitantes serán exterminados y se erradicará toda señal de vida.

Neo:
Bobadas.

Neos en los monitores:
¡Bobadaaaas!

Arquitecto:
La negación es la respuesta humana más predecible. Pero estate tranquilo; con esta serán seis las ocasiones que la hemos destruido. Y nos hemos vuelto extremadamente eficientes en esa tarea.

-Escena de Trinity luchando con el agente.-

Tu función ahora como elegido es volver a la Fuente, para hacer una diseminación temporal del código que portas y reintroducirlo en el programa principal. Después se te pedirá que elijas en Matrix a los 23 individuos; 16 mujeres y 7 hombres que reconstruirán Zion.

Si no se completara este proceso, se produciría un error catastrófico en el sistema que aniquilaría a los que están conectados a Matrix, lo que unido a la exterminación de Zion nos llevaría en última instancia a la extinción de TODA la especie humana.

Neo:
No puede permitir que eso ocurra. Necesita a los humanos para vivir.

Arquitecto:
Hay niveles de supervivencia que estamos dispuestos a aceptar.

No obstante, lo relevante aquí es si estás dispuesto a asumir la responsabilidad de la muerte de los seres humanos de este mundo –Se activan los monitores con imágenes de humanos-

Es interesante ver tus reacciones.

Tus cinco predecesores poseían deliberadamente tus mismos principios, unas atribuciones destinadas a generar un estrecho vínculo con el resto de sus congéneres, lo que facilitaba la función del elegido. Mientras que los otros lo sentían de un modo muy general, tu estás experimentando una sensación mucho más… intima de… AMOR.

(aparecen imágenes en el monitor del sueño de Neo, en el que Trinity lucha con agentes)

Neo:
¡Trinity!

Arquitecto:
Por cierto, ha entrado en Matrix para salvar tu vida a costa de la suya.

Neo:
No...

Arquitecto:
Lo que nos lleva por fin al momento de la verdad, en el que se manifiesta ese fundamental defecto de base y se revela la anomalía al mismo tiempo como principio… y como fin.

Hay dos puertas. La que de la derecha te lleva a la Fuente y a la salvación de Zion. La de la izquierda te lleva a Matrix, a Trinity y a la extinción de tu especie.

Como bien has dicho, el problema es la elección. -Pequeña pausa- Pero ambos ya sabemos qué vas a hacer, ¿verdad?

-Pequeña pausa-

Puedo notar ese proceso en cadena…

Esas reacciones químicas que provocan la aparición de una emoción, diseñada específicamente para escapar a toda lógica… una emoción que ya te está impidiendo ver la verdad más obvia y sencilla: Esa chica va a morir y tú no podrás hacer nada para impedirlo.

-Pausa para reflexión y Neo va hacia la puerta de su izquierda-

hjé! La Esperanza. La quintaesencia del engaño humano. Que es al tiempo la fuente de vuestro mayor poder y vuestra mayor debilidad.

Neo:
Yo que usted, esperaría no volver a vernos.

Arquitecto:
Y así será.

miércoles, 28 de abril de 2010

Con el desayuno, Juan Josè Saer

Un cuento corto de J. José Saer (Lugar)

a Juan Carlos Mondragón

Goldstein tenía 21 años en 1943, cuando lo deportaron a un campo de con-centración, por el triple motivo de ser judío, comunista y miembro de la Resis-tencia. No lo mataron, porque es sabido que los campos nazis eran en principio campos de trabajo, y los alemanes pretendían ganar la guerra gracias al trabajo de los más vigorosos de sus enemigos. A los que no les servían, enfermos, chi-cos, ancianos, los asesinaban inmediatamente, pero a los más jóvenes los hacían trabajar. En cierto sentido los campos nazis, por la manera en que se había or-ganizado el trabajo de los prisioneros, piensa Goldstein, representan un ejemplo avant la lettre de lo que podría llegar a ser la última etapa de la llamada desregu-lación del mercado laboral. Por lo tanto, Goldstein está convencido de que fue su condición de mano de obra barata lo que le salvó la vida.
Los nazis estaban a punto de fusilarlo por tentativa de evasión, cuando justo llegaron los aliados (que no encontraron ni un solo soldado alemán en to-do el campo), de modo que esta mañana, mientras desayuna en el bar Tobas, en Córdoba y Pueyrredón, tiene setenta y seis años y todavía sigue yendo a la li-brería, más para distraerse que otra cosa, ya que cinco años atrás le dejó el ne-gocio a sus dos empleados, que le pasan una renta mensual. Su mujer murió hace tres años. Su hija mayor, que tuvo que irse del país con el golpe de estado del 76, se casó con un catalán y se quedó a vivir en Barcelona. La menor, que es psicoanalista, tiene poco tiempo libre los días de semana, así que únicamente ciertas noches y a veces ciertos domingos pueden verse para comer juntos, pero de todos modos, a causa de algunas diferencias políticas, sus relaciones con ella son un poco más difíciles que con la mayor. Los jueves a la noche tiene una re-unión en la Mesa de Derechos humanos, y los viernes, su partida de poker se-manal. Es por lo tanto el día, desde la mañana bien temprano cuando se des-pierta hasta que anochece, lo más difícil de llenar.
Después de la vacilación matinal, ante las interminables horas que se ave-cinan, el desayuno que, como incluye la lectura del diario, dura un buen rato, es un momento de actividad, sobre todo interior, ya que la memoria y la inteligen-cia, reverdecidas por las horas de sueño y por la ducha tibia que relaja el cuerpo atenuando los pequeños dolores óseos y musculares que lo tironearán durante el resto del día, se concentran con mayor facilidad y acogen con nitidez imáge-nes y pensamientos. El desayuno es, desde hace unos doce años más o menos, siempre el mismo: café con leche azucarado, jugo de naranja, dos medialunas, y un rato más tarde, después de haber leído buena parte del diario, un cafecito solo, concentrado y amargo, y un vaso de agua. La mesa es casi siempre la misma; entrando, a la derecha, la última junto al ventanal que da a Pueyrredón. Cada mañana, al entrar en el local, saluda al dueño que está detrás de la caja y se encamina a su sitio, sentándose en el rincón de cara a la entrada, bajo el tele-visor apagado.
—¿Siempre apechugando a la matina, don Goldstein? —le dice el mozo catamarqueño, depositando las medialunas y el jugo amarillo sobre la mesa, sin esperar el pedido mientras el dueño, detrás del mostrador, ha empezado a pre-pararle el café. Media hora más tarde más o menos, bastará una seña casi im-perceptible de Goldstein en dirección a la caja para que el cafecito cuidadosa-mente preparado, acompañado por el vaso de agua, aterrice sobre la mesa. Por ahora, desplegando el diario, le responde al mozo con jovialidad distraída y con el ligerísimo acento de los viejos judíos aporteñados del Once y de Balvanera.
—Qué querés, Negro, me opio si no en la cama.
El jugo fresco, recién exprimido, ácido y dulce a la vez, le da una pequeña sacudida de optimismo cuando toma el primer trago, lo que podría probar, puesto que el efecto energético de las vitaminas no ha tenido tiempo de actuar todavía, que el placer en sí mismo es un estímulo en la vida. Sopar las medialu-nas en el café, absorbiéndolo poco a poco, le dificulta la lectura del diario, lo que lo incita a engullirlas rápido, menos por avidez que porque quiere tener las manos libres para poder manipular con más facilidad las grandes hojas de pa-pel impreso que se pliegan y se despliegan, indóciles y ruidosas. Por fin las do-mina y se concentra en las noticias políticas nacionales e internacionales, en las páginas de economía y en las de cultura, echa una ojeada a las novedades de-portivas y al estado del tiempo, para terminar con las historietas y los progra-mas de televisión. Después vuelve atrás y lee con atención los artículos de fon-do de los columnistas, a algunos de los cuales conoce personalmente porque son clientes de la librería, las cartas de los lectores y los editoriales. De tanto en tanto ha ido tomando un trago de café con leche o de jugo, hasta terminarlos, y por último, cuando ya no le quedan más que unos pocos minutos de lectura, hace una seña para que le traigan el cafecito y el vaso de agua.
Esa ceremonia que se repite todas las mañanas desde hace tantos años es en realidad el preámbulo a los minutos de meditación que le suceden. Pero tal vez es una licencia poética llamar a ese estado una meditación, porque una me-ditación presupone cierta voluntad consciente de pensar sobre temas precisos, y en su caso sólo se trata de mecanismos asociativos autónomos, casi mecánicos que, todas las mañanas, después del desayuno, se instalan en su interior, y lo ocupan por completo durante un rato. Visto desde fuera, es un anciano apacible y limpio, vestido con sencillez y que, como tantos otros habitantes de la ciudad, toma su desayuno en un café de Buenos Aires. Por dentro, sin embargo, cada mañana, durante unos pocos minutos, a causa de esa asociación inconsciente a cuya repetición puntual ya se ha resignado después de tantos años, se dan cita, en la zona clara de su mente, todas las masacres del siglo. Él las contabiliza y a medida que se producen otras nuevas las va agregando a la lista, de tal manera que cuando las evoca y las enumera, no puede evitar que le vengan a la memo-ria los versos de Dante:

…venía si lunga tratta
di gente, ch’i’ non averei credutto
que morte tanta n'avesse disfatta.

Tal cantidad de gente, que nunca hubiese creído que la muerte deshiciera a tantos: y de esa muchedumbre de fantasmas, estaban excluidos los que habían muerto en los campos de batalla, o por accidente, o de enfermedad, o se habían suicidado, o incluso habían sido ejecutados por los crímenes que habían come-tido. No: contabilizaba únicamente todos aquellos qué habían sido extermina-dos no por su peligrosidad, real o imaginaria, sino porque, por alguna razón que ellos solos consideraban legítima, sus asesinos decidieron que no debían vivir: los armenios para los turcos por ejemplo (1.300.000), o los judíos (6.000.000), los gitanos (600.000) y los enfermos mentales (cifra desconocida) para los nazis. En Rwanda, los tutsis (800.000) para los hutus. Para los nortea-mericanos, los habitantes de Hiroshima y Nagasaki (300.000), los opositores de Suharto en Indonesia (500.000) O los irakíes durante la guerra del Golfo (170.000). Para Stalin, que percibía la totalidad de lo Exterior como una amena-za, varios millones de los espectros que, según en él, lo acechaban en ella. Y después esas masacres locales, en las que, en una tarde, en una semana, varias decenas, o centenas o miles de personas morían en manos de sus verdugos quienes, por razones inexplicables, en los que ningún interés razonable entraba en juego, no los toleraban en este mundo: indios, negros, bosnios, serbios, cris-tianos, musulmanes, viejos, mujeres (un asesino en serie había matado cerca de sesenta en Estados Unidos, todas rubias, de cierto peso, cierta silueta, cierto peinado, entre veinte y treinta años de edad). Bien mirado, todos eran crímenes en serie, puesto que las víctimas siempre tenían algo en común para los asesi-nos, y era por eso que las mataban: para los turcos, los armenios eran todos ar-menios y sólo armenios, y sólo porque eran armenios los exterminaban, del mismo modo que el asesino en serie norteamericano mataba rubias y únicamen-te rubias, y únicamente porque eran rubias las mataba.
Aunque se definía a sí mismo como ateo y materialista, y se jactaba con frecuencia de serlo, Goldstein pensaba también que los dioses no salían indem-nes de ese carnaval que desfilaba en su mente todas las mañanas, con el des-ayuno, y en la mayoría de los casos, ya sea que sus fieles estuviesen en el campo de las víctimas o de los verdugos, que muchas veces cambiaban de papel según las circunstancias, los dioses sufrían los efectos perversos de esa carnicería. Mu-chos desaparecían o, con los cambios de sus adoradores, cambiaban designo, perdiendo su identidad o sus atributos más importantes, y otros revelaban as-pectos ocultos en los que hasta ese momento nadie había reparado. Era proba-ble que muchas veces hayan huido aterrados, lo que hubiese sido casi deseable, porque la indiferencia con la que abandonaban sus creyentes a la crueldad de sus verdugos, era a decir verdad abominable. En otros casos, cuando los asesi-nos los invocaban como pretexto para sus masacres, o bien los tergiversaban o bien los desenmascaraban: no había otra explicación posible. Por otra parte, con cada serie que desaparecía —tal tribu del Matto Grosso por ejemplo, en manos de los grandes propietarios—, montones de dioses, que habían concebido, en-gendrado y organizado el universo para ofrecérselo como regalo a los hombres, se borraban para siempre con el universo que habían creado y con las criaturas que lo habitaban. Y si los sobrevivientes, después de lo que le había sucedido a la inmensa mayoría de la serie a la que pertenecían, seguían adorando a los dio-ses que habían permitido que tales cosas sucedieran, no solamente profanaban la memoria de los que habían desaparecido, sino que se ridiculizaban y, por esa misma razón, también volvían ridículos a sus dioses.
"¡Que no haya eternidad, y si hay, que no haya, al menos, en ella, asocia-ciones!", empezó a repetirse en secreto Goldstein, en los primeros meses en los que esa asociación inconsciente y autónoma, cuya causa precisa (el primer tér-mino de la asociación) no podía descubrir, se apoderaba de él todas las maña-nas, con el desayuno, y no lo abandonaba hasta que salía a la calle y, mezclán-dose al tumulto del presente, se dejaba envolver por el rumor de las cosas. La asociación mental como infierno: para Goldstein, en esos primeros meses, esa expresión hubiese debido ser el título de un imprescindible tratado. Los cálcu-los más absurdos agitaban sus pensamientos, y consideraba todos esos crímenes no desde el punto de vista de la compasión o de la ética, si no en cuanto a la cantidad de víctimas en relación con la extensión en el tiempo de las masacres, como si se tratara de un problema de álgebra. Pero tantos meses, tantos años, duró esa posesión obstinada, ese odioso teatro matinal, que se fue acostum-brando a su presencia, hasta gastar la angustia que la acompañaba, y una buena mañana terminó por comprender, resignado: "el primer término de la asocia-ción es mi vida". A la angustia de los primeros tiempos, la suplantó una impre-sión extraña, que persiste todavía y cierra el episodio cada mañana: la increíble sensación de estar vivo, ante el interminable desfile de fantasmas. E1 hecho le parece improbable, ficticio, fragilísimo, y su precariedad misma hace bailar, du-rante una fracción de segundo, al universo entero en el filo del abismo.
Los dos años que pasó en el campo de concentración, si bien fueron en su momento una intolerable pesadilla, al poco tiempo de salir, Goldstein, aunque parezca mentira, empezó a considerarlos como un azar favorable en su vida. Su argumento es el siguiente: a los 21 años, tenía una visión demasiado optimista del mundo. Si al final de la guerra se hubiese encontrado sin esa experiencia, sus prejuicios optimistas hubiesen seguido distorsionando su percepción de la realidad. El crimen, la tortura, las masacres, definían mejor a la especie humana que el arte, la ciencia, las instituciones. Ante sus interlocutores perplejos, Golds-tein (que algunos consideraban un poco excéntrico en sus opiniones, por no de-cir ligeramente chiflado) afirmaba que, en tanto que hombre, su cuerpo y su mente habían sufrido en el campo de concentración pero que, en tanto que pen-sador, esos dos años representaban para él su diploma "con felicitaciones del jurado" en antropología.
Cuando termina el café y pliega el diario, Goldstein deja sobre la mesa di-nero suficiente para el desayuno y la propina, y lanzando un "¡Hasta mañana!" afable y general, sale al sol de la esquina y al estruendo de las dos avenidas que se cruzan: para los clientes de paso, que lo observan con curiosidad fugaz, es un viejo limpio y jovial, bien conservado a pesar de los años, representando proba-blemente menos de los que tiene, y a quien a juzgar por su aire enérgico y satis-fecho, no parece haberle ido tan mal en la vida.

jueves, 22 de abril de 2010

Selección fragmento: Death Proof




Death Proof (2007) Tarantino